En el bullicio insoportable del centro económico de la ciudad, una anciana camina algo encorvada. Los años han dejado su huella en ella: diez centímetros menos de cuando joven, veinte kilos más, oscuridad donde todos ven luz, silencio en medio del bullicio. Es tal vez la única incapaz de escuchar la mezcla insoportable de bocinas, gritos, sirenas, y el barullo que hace todo el mundo al caminar y hablar consigo mismo. La anciana camina sin rumbo; pese a sus limitaciones es capaz de mantener su paso cancino a través de las calles de la ciudad. Su rostro se mantiene impávido mientras avanza a través del mar de gente; nada de lo que sucede a su alrededor es capaz de sacarle alguna expresión, tal vez por su ceguera y sordera.
La anciana sigue su errático caminar. De vez en cuando su mano toca a alguno de quienes caminan a su alrededor. Hombres, mujeres, ancianos, incluso algunos niños y hasta un bebé sienten el roce suave pero seguro de su mano. Su caricia no es al azar: si bien es cierto su marcha no tiene punto de llegada, sí tiene un fin como tal. Los años la han desgastado y dificultado su misión, pero no por ello puede dejar de cumplirla. Sin su toque, se rompería el ciclo vital en el eslabón final. Sin la muerte, la vida no es tal.