Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, septiembre 26, 2012

Mientras

Mientras las hojas de los árboles del parque caían secas a la tierra producto del otoño, Miguel degollaba transeúntes al azar por placer. Ese domingo había una feria artesanal que abarcaba una importante superficie del terreno, el cual estaba lleno de familias en pleno que paseaban plácidamente hasta la llegada de Miguel. El joven apareció de improviso en una moto, se bajó de ella, sacó una especie de espada japonesa de menores dimensiones, y empezó a abrir las gargantas de quienes estaban cerca de él, y a sonreir con cada cadáver que caía inerte al suelo y con cada familia que espantada no entendía cómo un día de felicidad se transformaba en segundos en una vida de odio y amargura. Una vez que la mayoría de las personas más lejanas huyeran corriendo, Miguel volvió a su moto, la encendió, y empezó a perseguirlos para seguir degollando a quienes alcanzara, ahora en movimiento.

Mientras el cielo se nublaba, la temperatura aumentaba, y tímidas gotas de lluvia empezaban a lavar las calles de la contaminada ciudad, Miguel asesinaba conductores al azar por placer. A diez cuadras del parque donde había masacrado a decenas de personas, llegó a una avenida de cuatro pistas por sentido, y cuando el semáforo dio en rojo, dejó su moto estacionada en el bandejón central, sacó dos pistolas semiautomáticas, y empezó a pasear entre los vehículos disparando a dos manos a diestra y siniestra, asesinando a los conductores y dejando a sus aterrorizados acompañantes con vida, presos del pánico y de un odio inconmensurable hacia el desgraciado que había decidido liberar su psicopatía en las calles esa tarde de domingo. El eterno semáforo y los vehículos inamovibles de las primeras filas, producto de los primeros conductores asesinados, lo obligaron a recargar tres veces cada arma, hasta quedarse sin balas, salvo por un revólver que llevaba entre sus ropas y que tenía como salvoconducto para las emergencias. Una vez terminada su masacre, subió a su moto y se alejó del sitio.

Mientras las personas disfrutaban de música gratuita interpretada por artistas callejeros en los pasillos y salidas del tren subterráneo, Miguel deambulaba en silencio por el atestado andén. En cuanto el tren cerró sus puertas e inició su marcha hacia la siguiente estación, Miguel empezó a sacar de su mochila sendas granadas de guerra que lanzó por las ventanas de los vagones que pasaban frente a él, sin que los pasajeros se lograran dar cuenta a tiempo. Cuando el tren estaba dentro del túnel, los artefactos empezaron a estallar, convirtiendo la parte posterior del vehículo en una verdadera tumba que chorreaba sangre y restos humanos a raudales, mientras los pasajeros y funcionarios gritaban de espanto al darse cuenta de la destrucción ocasionada, y llenándose de odio contra quien atacó a mansalva a quienes no podían defenderse. Luego de terminada su labor, Miguel salió de la estación, subió a su moto y enfiló hacia el oriente.

Mientras las policías y los servicios de ambulancias se distribuían a duras penas entre el parque, la avenida y la estación del metro, tratando de salvar sobrevivientes, de contener a todos quienes estaban en shock, y de tratar de encontrarle alguna lógica a la irracionalidad que había empañado dicho domingo en la ciudad, Miguel comía tranquilamente un pan con algo, sentado en la escalinata del museo. Ese día terminaba la exposición de artículos extraños traídos de oriente medio, y coincidía con el apogeo de la luna llena. Cuando Miguel terminó de comer, sacó una pequeña cajita metálica con una forma que la hacía parecer incompleta, y cuyas rendijas dejaban ver una extraña y densa luminosidad; el sacerdote sonrió al ver la gigantografía de la exposición, en que se veía una cajita similar a la que él tenía, cuya forma era exactamente complementaria a la propia, y que era el objeto principal para el curador de la muestra y para sus inteciones. El sacerdote consagrado a Belcebú se incorporó y entró al museo desenfundando su revólver y llevando con cuidado su caja, rebosante de su placer de asesino y del odio de los inocentes: esos ingredientes, mezclados con la sangre desecada de víctimas de sacrificios humanos de más de cinco mil años, guardada en la caja de la exposición y justo en noche de luna llena, generarían la energía suficiente para abrir las puertas del infierno y liberar a su dios sobre la faz de la Tierra para cumplir su deseo final de arrasar con toda la humanidad.

miércoles, septiembre 19, 2012

Alma

Un alma desencarnada, sin nombre, sexo ni edad, era. Su sola esencia era suficiente para definir su realidad, y apartar todas las dudas que invaden al ser en cuanto entra al cuerpo al que debe dar el soplo vital. Su ausencia de características evaluables por los sentidos conocidos demostraba su cualidad de única y maravillosa, como toda creación que viene para alguna vez volver.

Un alma desencarnada, sin nombre, sexo ni edad, estaba. Sin necesidad de ubicación, su existencia era garantía de permanencia en todas y ninguna parte, hecho casi inexplicable para vivos pero natural en el plano de aquellos que no necesitan de cuerpo, o aún (o ya) no lo merecen. La natural omnipresencia de las criaturas etéreas convertía a todas ellas en parte del cosmos y en cosmos como tal.

Un alma desencarnada, sin nombre, sexo ni edad, buscaba. Su búsqueda era gatillada por su propia esencia omnisciente, ella la obligaba a internarse en los recovecos de la nada para que todo lo que escapara de su realidad, fuera raudamente recapturado. Su búsqueda la había llevado a una revelación dolorosa: dentro de los límites de su todo, era, estaba y lo sabía todo, pero más allá de aquello su ignorancia lo llevaba a calificar esa ignota existencia como nada, a sabiendas que la nada es la simple ausencia del todo, o peor aún, su ignorancia. Así, la curiosa alma empezaba a conocer el sufrimiento en manos de su propia esencia e ignorancia, e intentaba paliar dicho sufrimiento en la búsqueda.

Un alma desencarnada, sin nombre, sexo ni edad, sentía. Lo suyo, como entidad etérea, no eran las sensaciones, pues no tenía cómo medir lo que la rodeaba; pese a poder identificar el medio gracias a su omnisciencia, no le aportaba nada el sentir el entorno, por lo que lo suyo eran los sentimientos. Aquello que al encarnar se convertía en el enemigo de la racionalidad, en su estado era lo que equilibraba a la razón, navegando ambas en comunión por el océano de la intangibilidad.

Un alma desencarnada, sin nombre, sexo ni edad, decidía. A sabiendas que su decisión implicaba un cambio de estado que tácitamente implicaba retroceso en el corto plazo, era el único camino para iniciar el retorno hacia el principio. La vuelta a la fuente de origen era el objetivo final, para iniciar el verdadero camino. No era grato aceptar que para avanzar tres pasos había que partir dando uno atrás, pero ese hecho no era modificable y por ende, indiscutible. La evolución parte en la involución, la luz debe conocer la oscuridad, el futuro se sustenta en el pasado, la sabiduría nace como ignorancia.

Un alma desencarnada, sin nombre, sexo ni edad, cambió. Conscientemente recibió nombre, eligió sexo, y obtuvo edad que en ese instante era cero. Así, como alma encarnada en cuerpo dio el necesario paso atrás para poder cumplir su misión e intentar avanzar los tres necesarios, que la dejarían dos pasos más cerca de la meta en la maratón evolutiva hacia la iluminación.

miércoles, septiembre 12, 2012

Honor

A cien metros de la cumbre, el cansado montañista intentaba apurar su paso. Pasados los cinco mil metros de altura el oxígeno se hace notoriamente escaso hasta para los escaladores avezados, pese a lo cual Antonio seguía luchando por mantener su velocidad de subida, haciendo uso del máximo de sus capacidades. En esos instantes no batallaba sólo contra su ego, si no también contra su reloj.

Antonio era un militar chapado a la antigua. Aquellos rancios conceptos de honor, patria, deber y defensa de los más débiles estaban grabados a fuego en su alma, gracias a la férrea crianza dada por su padre y los sabios consejos de su abuelo, ambos militares de carrera condecorados por servicios a la patria y sin batallas en el cuerpo. Antonio ingresó ilusionado a la academia militar, presto a encontrarse con maestros del arte de la guerra que llevarían las enseñanzas de su familia varios niveles más arriba; a poco andar se dio cuenta que el tiempo había dejado una huella indeleble no sólo en el mundo real si no también en la academia: ahora no era más que una escuela de conocimientos militares, sin valores ni filosofía, tal como ocurría en todos los ámbitos de la realidad humana. La decepción no fue suficiente como para hacerlo cambiar de rumbo, pues no conocía nada más que lo que su familia le había enseñado, así que seguiría hasta el final, pues así lo había jurado ante el lecho de muerte de su abuelo y frente a sus padres.

Cincuenta metros separaban a Antonio de su objetivo. Especializado en operaciones especiales, había logrado en corto tiempo aprender todo lo que fueron capaces de enseñarle: por más que esperó, nunca se tocó en su formación lo que su familia le dijo que debería ser el pilar fundamental de su carrera. Así, no le quedó más que aprender y aprobar curso tras curso, para luego de graduado y de obtener su grado de teniente, volver a la casa paterna a escuchar aquello que ansiaba encontrar fuera de ella.

Diez metros. La cumbre estaba a la vista. Luego de un último esfuerzo llegó a la cima, clavó su pequeña bandera y de inmediato revisó su cronómetro: el tiempo fue preciso, dos minutos antes de lo estipulado, suficiente como para encender su computador personal y conectarse a internet satelital. En cuanto logró la conexión sonó la alarma de su reloj, y pudo ver con alegría en su pantalla cómo la academia militar que lo había formado como un técnico en la guerra y no como militar de honor volaba en mil pedazos, fruto de las cargas de demolición que había dejado colocadas y programadas antes de su ascenso. Ahora que había librado a la patria de toda esa basura, y que se verían obligados a hacer las cosas de cero y por fin bien, gracias a cientos de apuntes que dejó en un sobre lacrado en la comandancia del ejército, podía terminar de guardar su honor como los soldados de antaño. El ruido seco del disparo del revólver Smith&Wessons calibre 45 de su abuelo, y la sangre y sesos desparramados en la nieve, no alcanzaron a perturbar la paz de la montaña.

miércoles, septiembre 05, 2012

Así es mejor

“Así es mejor” se repetía una y otra vez, para convencerse que por fin había hecho bien su trabajo. Cansado ya del viejo juego del ensayo y el error, el cansado oficinista quería de una vez por todas terminar con lo que le habían ordenado hacer. Seis veces ya había presentado los resultados de su trabajo, y las seis veces se lo habían lanzado a la cara, desnundando los errores que presentaba, y demorando una y otra vez el paso siguiente en su carrera.

“Así es mejor”, decía revisando los detalles, repasando los procesos, mirando una y otra vez todos y cada uno de los requerimientos que le habían hecho, de modo tal de no tener que sufrir la vergüenza de volver a ser rechazado y tener que empezar todo de nuevo, además de caer en desgracia frente a quienes guiaban sus pasos en la vida.

“Así es mejor”, pensaba mientras agradecía la ayuda aportada por la nueva contadora que habían contratado en su lugar de trabajo. La joven recién recibida era perfecta para la empresa, y la indicada para trabajar codo a codo con él en la consecución de la maldita tarea que le habían rechazado ya seis veces. En todas las ocasiones alguna nueva funcionaria había estado ahí para trabajar con él, pero todas habían sido incapaces de colaborar de modo adecuado, dejando errores que después había tenido que asumir como propios. La contadora en cambio llegó para hacer todo bien desde el principio, y su sola presencia le daba la seguridad necesaria para que todo resultara bien de una vez y para siempre.

“Así está perfecto”, dijeron las voces en su cabeza cuando entregó lo que le pidieron. Por fin había entregado un cadáver de mujer desmembrado en vida, que sólo murió cuando la decapitó, con cortes netos y precisos, sin dejar partes desgarradas ni huesos astillados. Ahora por fin su trabajo estaba terminado, y las voces le ordenarían suicidarse para dejar de sufrir, luego de haber torturado en vano a las seis primeras víctimas.