Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, marzo 27, 2013

Sueño



En la difusa confusión que rodea el mundo de los sueños, Amanda intentaba encontrar algo de racionalidad para poder detener la angustia que la asfixiaba en esos instantes. Sus sueños ya no eran tal sino pesadillas, y la hora de dormir no significaba el tiempo de descansar sino el incierto mundo de lo indescifrable. Cada noche era lo mismo, por lo que el ver ocultarse el sol era un martirio recurrente, y el sentir la pesadez de los ojos y el cansancio corporal eran signos inequívocos del principio del persistente sufrimiento de cada noche. Nadie sino ella lograba comprender la angustia que la invadía a la hora en que todos se preparaban a gozar de un merecido descanso.

Amanda sabía que estaba durmiendo, pues cada pesadilla empezaba igual. La muchacha estaba de pie frente a una alta puerta de reja de dos hojas, de largos barrotes terminados en elaboradas puntas de lanza, y sin más soportes que el anclaje al suelo y una barra perpendicular doble soldada antes de las puntas, a cerca de tres metros de altura. En cuanto la joven abría la reja, cosa que por lo demás ocurría casi contra su voluntad, empezaba un viaje enfermizo por sus temores y frustraciones que tomaban forma física en su mente durante las eternas noches. El enfermizo desfile de bestias polimorfas y una que otra amorfa no hacían más que descompensar a la pobre muchacha, que veía cómo se abalanzaban sobre ella todas esas criaturas, para desaparecer en el instante preciso en que iban a golpearla o impactar contra ella; así, el temor de saberse agredida por sus faltas la sumía en un estado de desesperación que sólo terminaba cuando era despertada por la campanilla de su viejo despertador.

Esa noche Amanda se acostó casi resignada. Luego de ver al último psiquiatra, y terminar de tomarse la caja del hipnótico recién salido al mercado sin resultado alguno, decidió darse por vencida y dejar de luchar contra su realidad: la noche no era para dormir sino para sufrir, y el descanso era un derecho y un placer reservado a todos menos a ella. Después de los clásicos minutos en que intentaba buscar en el cielo de su dormitorio alguna respuesta a su situación, empezó a soñar. Nuevamente se encontró de pie frente a la reja de acero, la cual abrió para iniciar su recorrido. Extrañamente en esa ocasión no se aparecieron monstruos ni criaturas, y el paraje parecía estar demasiado calmado; de entre la niebla que cubría el piso empezaron a aparecer estructuras similares a lápidas, convirtiendo el paraje en un cementerio. Cuando la muchacha se acercó a leerlas, no reconoció ningún nombre, y se sorprendió al ver que todas las fechas de defunción correspondían al mismo año, mucho antes que ella hubiera nacido. De pronto de las tumbas empezaron a emerger fantasmas de forma humana que la rodearon en silencio, y cuyos rostros si bien era cierto desconocía, le parecían de algún modo familiares. Los fantasmas hicieron una especie de corredor, e instaron a Amanda a caminar por él, llevándola a un árbol del cual colgaba desde el cuello un cadáver descompuesto con un cartel sobre su pecho. En ella la muchacha leyó un nombre que sintió como suyo, y una leyenda que versaba “Doctora Locura, criminal de guerra, torturadora muerta en la horca por torturar gente impidiéndoles dormir”

miércoles, marzo 13, 2013

Novia

Los pasos de la muchacha se escuchaban a metros de distancia, pese al esfuerzo que hacía por avanzar en silencio. El chapoteo de sus zapatillas en las posas formadas en el suelo del túnel de drenaje, junto con el tamaño de la estructura y el silencio del resto de las criaturas, hacía que su presencia fuera imposible de ocultar. La muchacha caminaba casi a ciegas, afirmada de una de las paredes del gran ducto, tratando de encontrar una salida de ese lúgubre sitio e incómoda situación. Las imágenes de los recuerdos aún estaban algo borrosos en su mente, producto del alcohol y la euforia.

La muchacha estaba a punto de casarse. Esa noche era su despedida de soltera, y sus amigas le tenían una sorpresa insospechada para ella. Luego de sacarla de su oficina a la hora de salida con una venda sobre sus ojos y hacerla dar vueltas por más de media hora mientras le daban a beber de una botella de ron a cada rato, llegaron al incierto destino. Cuando la chica abrió los ojos, luego que le sacaran la venda, se encontró en una especie de cabaret con todas sus amigas y un musculoso bailarín, que terminado su espectáculo y ya sin nada de ropa, se ofreció a tener sexo con ella a vista y paciencia de sus compañeras de trabajo, lo que fue aceptado por la joven sin reparos: era su última noche de soltera, y si no contaba con la complicidad de sus amigas, al menos podría culpar al alcohol de su desenfreno. Al terminar de dar rienda suelta a sus instintos con el bailarín, la noche se tornó cada vez más borrosa, hasta perder por completo el conocimiento.

Cuando la novia abrió los ojos se encontró en un túnel húmedo y oscuro, que por su inconfundible olor debía corresponder a alguno de los drenajes de la ciudad. Luego de maldecir a sus amigas y a su líbido, la chica empezó a avanzar escuchando el eco de sus pasos en el piso de piedra del nauseabundo pasadizo, hasta que de pronto el sonido cambió por el típico chapoteo al pisar posas de agua: si tenía suerte, eso quería decir que estaba cerca de alguna salida a la superficie, por lo cual sólo debía tratar de encontrar la escalera que la sacaría de ese lugar, que debía corresponder con alguna zona al menos pobremente iluminada. La muchacha llegó a un sector donde se veía una tenue claridad, y que correspondía con una barrera que bloqueaba el paso del túnel, de un material blando, como sacos apilados; al concentrar su vista vio que se trataba de un enrejado metálico, típico de ductos de aire en grandes alcantarillas. De pronto una potente luz se encendió, dejándola encandilada por varios segundos. Cuando pudo volver a ver con claridad vio parado en el enrejado a su novio con un gran cuchillo ensangrentado, abriendo la puerta para bajar donde ella. En ese instante miró sus zapatillas y se enteró que las posas en que chapoteaba no eran de agua; al ver al frente descubrió con espanto que la trinchera que cortaba el paso del túnel no estaba hecha con sacos de arena.

miércoles, marzo 06, 2013

Secuestro

 

El joven artesano venía recién llegando a la feria artesanal para abrir su puesto y empezar a vender sus productos. Su pálida tez y brillantes ojos azules estaban enmarcados en un oscuro y grueso cabello negro, debido a la mezcla entre su padre de origen aymara y su madre, una turista francesa que decidió quedarse a vivir en el norte de Chile, enamorada del paisaje y del menudo hombre que conquistó su corazón. El muchacho destacaba dentro del grupo de artesanos, aparte de su piel y ojos, por su elevada estatura, varios centímetros por sobre el resto de sus colegas; así, su presencia o ausencia jamás pasaban desapercibidas. El muchacho se había quedado dormido tarde la noche anterior, luego de asistir junto a algunas turistas a una fiesta de playa organizada por una bebida energética, que poco le había ayudado para mantenerse sin sueño durante la madrugada, ni menos para amanecer con energía a la mañana siguiente, así que había despertado más tarde que de costumbre, por lo que esperaba ser el último en abrir puesto esa mañana de verano; sin embargo cuando llegó, la feria estaba aún vacía. De inmediato y sin darle más vueltas al asunto, el joven empezó a buscar en su bolso las llaves para abrir los candados, acomodar sus productos e iniciar las ventas, cuando de pronto un agudo dolor en su nuca lo derribó y le hizo perder la conciencia.

Lentamente el joven empezó a recuperar el conocimiento, en medio de un dolor de cabeza y un mareo insoportables, sólo comparables con sus primeras experiencias con el peyote, droga alucinógena extraída de ciertos cactus de la zona desértica de México, donde había viajado un par de años antes. Estaba en un lugar demasiado iluminado, lo que le impedía reconocer el sitio. Sus ojos intentaban infructuosamente adaptarse para poder ver algo: cada vez que parecía distinguir alguna sombra, la luminosidad parecía aumentar, llegando a ser doloroso mantenerlos abiertos. El joven intentó taparse los ojos con las manos pues sus párpados parecían ser traspasados por la potente luz; en ese instante descubrió que estaba amarrado, como crucificado sobre una especie de camilla. De pronto algo oscuro pareció bloquear por un instante la luz que lo enceguecía, para luego posarse sobre su boca y empezar a aturdirlo lenta y placenteramente en esta ocasión.

Un fuerte y doloroso golpe de su cuerpo contra una superficie metálica despertó al artesano mestizo. El joven estaba ahora en un sitio pequeño y oscuro que se movía para un lado y otro, y que parecía rebotar cada cierto tiempo; luego de escuchar el ruidoso sonido de un motor de fondo, entendió que se encontraba en la parte de atrás de algún vehículo similar a un camión blindado de transporte de valores, o a una suerte de ambulancia algo bizarra. El joven estaba retenido por gruesas correas de cuero atadas a muñecas y tobillos y que estaban fijadas por medio de cadenas a la superficie metálica en que estaba recostado, y que parecía hacer las veces de camilla; iba vestido con ropa que parecía sacada de un pabellón de cirugía, y en su cuello había un paño que lo envolvía y que aparentemente estaba amarrado en su nuca. El lugar estaba extremadamente frío, y si no fuera porque sabía que estaban en enero y a poca distancia del desierto de Atacama, podría haber jurado que estaba lloviendo en el exterior. De pronto el vehículo se detuvo, y algunos segundos después las puertas traseras se abrieron: rápidamente un par de hombres con pasamontañas entraron, le soltaron las ataduras y lo bajaron en andas, sin que pudiera siquiera intentar oponer resistencia. Cuando lo sacaron al exterior, una fuerte lluvia empezó a empapar su delgada vestimenta, sin que ello pareciera preocupar a sus captores, quienes estaban bastante abrigados, y que caminaban aceleradamente con él a cuestas, casi como si no pesara nada. Un par de minutos después, y cuando ya no quedaba lugar seco en su cuerpo, llegaron a una extraña plataforma de madera en medio de esa nada lluviosa.

El joven artesano estaba confundido. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado ahí, y tampoco era capaz de comprender qué era lo que estaba sucediendo. La plataforma de madera estaba colocada sobre unos pilotes del mismo material, como de un metro y medio de altura. Al centro de la plataforma, por debajo, parecía haber una gran cantidad de cables que se metían a las entrañas de la tierra, o tal vez salían desde ella; sobre su superficie, varios focos apuntando hacia la periferia dificultaban la visión, hasta que lo subieron por medio de una pequeña escalinata y pasó la línea de luces, donde por fin pudo ver algo que definitivamente hubiera preferido jamás haber visto.

Al centro de la plataforma, justo por encima de los cables que salían o entraban a la tierra, había una especie de computador o servidor de grandes dimensiones, de al menos ocho o diez veces el tamaño de un computador de escritorio normal. De él salían varios paquetes de cables que se distribuían hacia sillas dispuestas con sus respaldos hacia el servidor, que en sus apoya brazos y patas delanteras tenían fijadas sendas ataduras de cuero similares a las del vehículo, y que en cada apoya cabezas parecía tener una especie de enchufe desconocido para él. Las sillas estaban vacías, y todas tenían en sus respaldos signos representativos de distintas etnias autóctonas distribuidas en el territorio chileno. Antes de ser desnudado y sentado a la fuerza en la silla con simbología aymara, el muchacho alcanzó a ver que tras la suya había una silla más pequeña que las otras, ocupada por alguien que parecía un enano y que no emitía palabra alguna. Acto seguido el joven fue atado a la silla de manos y pies, luego de lo cual una madura mujer de poco agraciado rostro y peor expresión se paró delante de él y le sacó el paño que envolvía su cuello, para luego empujar violentamente su cabeza contra la silla, quedando de inmediato conectado al enchufe del apoya cabezas por medio de la conexión que habían colocado en la base de su cráneo un par de días antes en el pabellón quirúrgico, donde había despertado temporalmente. La mujer, sin preocuparse del gemido que emitió el joven, ni de las convulsiones que sufrió durante algunos segundos antes de quedar paralizado, miró hacia la silla pequeña en penumbras y dijo con voz satisfecha:

Llave uno, en su lugar y activada.