Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, julio 31, 2013

Condición



Las manecillas del viejo reloj de péndulo parecían avanzar cada vez más lento para Ernesto. Había instantes en que hubiera podido jurar que las manecillas se estancaban, o inclusive retrocedían, mas luego se daba cuenta que todo era producto de su imaginación, o más bien, de su ansiedad. La sala de estar y biblioteca de la vieja mansión de su abuela era un lugar de temer, digna de cualquier película de terror de la primera mitad del siglo veinte: techo altísimo, elevado casi a cuatro metros de altura, paredes oscuras y mal tenidas, ocultas tras libreros enormes que tapizaban los muros casi a todo lo alto y dejando a lo ancho el espacio justo para los interruptores del alumbrado y la apertura de las puertas; una gran chimenea al medio de la pared del fondo, cuyos ladrillos se veían cubiertos parcialmente de hollín, y una pequeña ventana ubicada en el techo del lugar en forma de tragaluz, le daban al lugar un aire desagradable para un joven veinteañero como Ernesto, quien no lograba conectarse a internet con su teléfono, pues las paredes parecían conformar un búnker que bloqueaba las señales electromagnéticas, y donde no había enchufes como para recargar su teléfono o su notebook, para al menos haber jugado los juegos que tenía cargados en sus dispositivos. Así, estaba obligado a estar aislado de la realidad por un capricho de su abuela, pero que luego le traería frutos bastante generosos.

La anciana madre de su padre había muerto apenas un mes atrás. Ernesto era el nieto rebelde y poco preocupado, que no tomaba en cuenta a la vieja mujer, pues sentía que no debía haber vínculos entre una generación que creció con radios, trenes, libros y disciplina, con otra que se formaba a la par de los cada vez más vertiginosos avances tecnológicos, que no necesitaba de libros mientras hubiera algún buscador de internet a mano, y que había nacido con el derecho de ser libre, y de usar todo lo que sus antepasados habían logrado sin rendirle cuentas a nadie. Luego del funeral de la anciana, al que fue llevado a la fuerza por su padre, les informaron que la mujer había dejado un testamento en que había considerado a todos sus familiares. Nuevamente a la fuerza asistió a la ceremoniosa lectura del texto, a cargo de un albacea que parecía estar listo para ir a acompañar al panteón a la difunta mujer. Grande fue la sorpresa de Ernesto al escuchar en voz del vetusto hombre su nombre en el testamento, y mayor fue la sorpresa de todos los familiares, al escuchar que la abuela le había dejado su mansión al rebelde y frío joven, con apenas una mínima condición: que pasara veinticuatro horas en la biblioteca, a solas. El joven se reía a carcajadas al ver cómo al resto de la familia le dejaron minucias, luego de años de preocupación y cuidados, y a él, que nunca había tomado en cuenta a nada ni a nadie, le heredaban una mansión cuyo terreno costaría millones para cualquier empresa constructora deseosa de erigir algún edificio de departamentos. De todos modos, y pensando que su abuela podría haberle dejado una trampa en el lugar, conseguiría una pistola para pasar la jornada con seguridad en el lugar.

Las manecillas del viejo reloj de péndulo parecían avanzar cada vez más lento para Ernesto. El joven estaba seguro de llevar horas en el lugar, pero el maldito reloj de la anciana no avanzaba; lo más probable era que el mecanismo del péndulo hubiera fallado, por lo que miró su reloj de pulsera a ver qué hora tenía. Justo en ese instante apareció la imagen de su abuela atravesando la puerta de entrada de la sala de estar.

—¿Abuela?—dijo sorprendido el joven— ¿No se supone que habías muerto?
—Claro que morí, Ernesto—dijo una voz salida de la imagen de la mujer.
—¿Qué, acaso me estás penando?—dijo el joven, sacando la pistola que traía consigo.
—No, no te estoy penando, simplemente te vine a hacer compañía—dijo la voz salida de la imagen de la mujer, mirando al piso. En ese instante el alma de Ernesto vio con espanto su cuerpo botado en el suelo, muerto a causa de una falla de su corazón, producto de la ansiedad al ver que el tiempo no avanzaba tan rápido como él quería, para poder escapar de ese horrible lugar que le traería la fortuna que creía merecer.
—¿Y por qué estás aquí, abuela?—preguntó el alma de Ernesto a la imagen de la mujer.
—Porque necesitarás la compañía que me negaste en el instante de mi muerte, durante los siglos que estés encerrado en este plano intermedio como castigo a tu egoísmo y ambición.

miércoles, julio 17, 2013

Obrero



Miseria por doquier. Frío, escarcha, barro, pozas de profundidad desconocida, eran las calles por las que transitaba día tras día Ernesto. Una vieja mediagua parchada con cartones y plásticos era su hogar, que compartía con su pareja y tres hijos. Obrero de la construcción, vivía en el campamento hacía ya cinco años, pues lo que ganaba no le alcanzaba para mantener a su numerosa familia y tener el ahorro que le pedían para postular a algún subsidio habitacional; mientras la vida no diera algún vuelco, su futuro se veía como un callejón sin salida.

Ernesto caminaba ese gélido día hacia el paradero a las seis de la mañana, esquivando  las posas escarchadas para no resbalar, y así evitar llegar mojado a su trabajo, al que recién arribaría dos horas después, dada la distancia y el mal servicio de buses de su comuna; en algún instante pensó en comprarse una bicicleta para ahorrarse el gasto en transporte, pero las condiciones en que quedó un vecino suyo luego de oponer resistencia al robo de la suya, y la pobreza en que quedó sumida la viuda de uno de sus compañeros de trabajo luego de morir bajo las ruedas de un bus, lo hicieron recapacitar y olvidar esa idea.

Ernesto estaba esperando la micro; pese a haber llegado a la hora de siempre, no había nadie en ese instante esperando junto a él, y no se veía por ningún lado la locomoción. Era extraño, se suponía que a esa hora al menos debería haber cinco o siete personas en el paradero, y ya tendrían que haber pasado un par de buses. Por un momento pensó que se había equivocado, y que se había levantado a trabajar un domingo; de inmediato revisó su reloj, el cual traía calendario, y que le mostró que la fecha era la correcta, lunes. De pronto se fijó que las manecillas se habían detenido, producto probablemente del agotamiento de la pila, lo cual era una muy mala noticia: aún faltaban diez días para el pago, y no le alcanzaba el dinero para poder comprarla de inmediato; de algún modo debería arreglárselas, o pidiendo prestado, o buscando en sus cachureos por si había un reloj en desuso que pudiera utilizar por mientras.

Ernesto se sentó en el paradero. Según sus cálculos llevaba ya largos diez minutos esperando, y no se veía nada de locomoción por ninguna parte; la única opción que le quedaba era llamar a su empleador para avisarle del problema en que se encontraba, para que no le descontaran por llegar atrasado. En ese instante recordó que el teléfono celular tenía incorporada en su pantalla un reloj digital: cuando lo vio, descubrió que el reloj del aparato tampoco avanzaba, o si lo hacía era a una velocidad imperceptible para él. Cuando se le ocurrió por primera vez en el día levantar la cabeza para ver hacia el cielo, y vio a un par de palomas congeladas en vuelo, entendió que sus aparatos funcionaban con total normalidad.

Ernesto caminaba con lentitud y asombro por las calles de su ciudad. Su casi automática caminata lo llevaba hacia su trabajo, para saber si lo que estaba pasando era sólo algo que ocurría en el paradero o sucedía en todos lados, y para ver si había gente en su trabajo o en las otras calles, que estuvieran viviendo lo que él vivía en esos instantes. La ciudad parecía vacía, y salvo los animales de la fauna urbana que estaban detenidos en el tiempo, congelados en algún instante de sus existencias, no había seres humanos por ninguna parte. Luego de caminar por más de media hora, o al menos lo que en el tiempo normal significaba eso, no encontró personas a pie, en bicicletas, no vio locomoción colectiva ni particular: parecía como si hubieran sacado a todos los habitantes de la ciudad y la hubieran dejado exclusivamente para él.

Ernesto seguía su solitaria marcha por aquellas calles que veía pasar todas las mañanas por la ventana del bus, y que ahora empezaba a descubrir que existían debajo de la maraña de vehículos y personas que normalmente las inundaban. De pronto y frente a sus ojos un gorrión que estaba congelado en el aire a la altura de sus ojos pareció empezar a moverse, primero imperceptiblemente, luego con cada vez más velocidad; por precaución Ernesto se subió a la vereda: justo en ese instante el tiempo volvió a la normalidad, apareciendo vehículos, personas, y todo lo que había desaparecido esa extraña mañana. Convencido que se había tratado de una especie de sueño vívido, o de haber estado como un sonámbulo por algún rato, tomó el primer bus del recorrido que le servía para seguir el camino a su trabajo. Una vez sentado en el bus, vio con tranquilidad que el reloj había empezado a funcionar de nuevo, partiendo justo desde cuando se había detenido. A los pocos minutos el sueño lo venció, y empezó a dormir la habitual siesta de todos sus viajes matinales.

Un brusco golpe despertó a Ernesto. De improviso se encontró de espaldas en el suelo, en medio de la calle, nuevamente con el tiempo congelado. Cuando Ernesto revisó su reloj, vio que había pasado una hora cronológica de tiempo normal, y ahora estaba otra vez congelado en otro segundo, una hora después. Con temor Ernesto empezó a avanzar y a tratar de calcular el tiempo. Sesenta minutos después el tiempo empezó nuevamente a descongelarse, volviendo todo a la normalidad por otra hora, luego de lo cual todo despareció por otra hora más, en que el tiempo no avanzaba. Ernesto estaba prisionero del tiempo, y cada un hora el último segundo habría de durar el mismo tiempo.

Ernesto no entendía qué estaba pasando, ¿por qué el tiempo se comportaba de un modo tan extraño, dejándolo encarcelado en un segundo de una hora, cada hora? ¿Por qué la vida lo castigaba así, haciendo que sus días de pobre duraran el doble, y sin poder hacer nada para evitarlo, ni tampoco poder usar esa hora para algo productivo que lo sacara de su pobreza? Lo peor de todo es que sabía que no podría contarle nada a nadie, pues de inmediato lo tildarían de loco, lo que le traería más problemas que los que tenía en ese momento. Además, aparte de la soledad y del dolor que significaba esa horrible realidad, también tenía varios problemas prácticos: en su casa debía quedarse siempre en algún lugar específico y recordar la posición en que se encontraba, para no despertar sospechas en su familia, y en la calle, aparte de cuidarse de estar en la vereda la mayor parte del tiempo para no ser atropellado, debía tratar de apegarse a alguna muralla, pues al menos en dos ocasiones casi chocó de frente con transeúntes que aparecieron frente a él justo cuando se acababa el segundo de una hora. Si su vida hasta ese instante había sido dura, a partir de ese momento se convertiría en una tortura.

Dos semanas después, Ernesto caminaba raudo desde el paradero para llegar a su hogar, pues faltaban menos de tres minutos para que diera la hora. Su acelerada caminata se vio de pronto interrumpida por la intempestiva aparición de una joven que se materializó de la nada frente a él, y a la cual derribó con el choque. La muchacha se disculpó mirando al piso y se alejó rápidamente, para que su secreto no fuera descubierto; Ernesto se quedó mirando a la muchacha, y vio con dolor cómo otro hombre se materializaba en el paradero, generando gritos de terror en dos mujeres que estaban en el lugar, y miradas de resignación en las otras diez personas que esperaban el paso de la locomoción.

miércoles, julio 10, 2013

Apocalipsis

I

El viejo guerrero caminaba por el medio de la calle, arrastrando con su mano derecha su pesada y ensangrentada espada y con la izquierda el cadáver de su último enemigo, al que llevaba asido por su tobillo derecho, dejando tras de si un rastro casi eterno de sangre que salía del cuello sobre el cual ya no había nada, pues su cabeza, luego de ser rápida y limpiamente cercenada por la mortal hoja del vetusto soldado, estaba ahora depositada sobre su propio pecho. A su alrededor una infernal balacera tenía la calle casi por completo despejada, y los escasos vehículos a la vista estaban abandonados, incendiándose, o con cuerpos acribillados en su interior. La punta de la pesada hoja sin filo, al ser arrastrada por el pavimento, sacaba chispas y dejaba una línea dibujada sobre la carpeta; sin embargo, el ruido que hacía era inaudible gracias a los gritos y los disparos que inundaban el ambiente, y su rastro se perdía al ser cubierto por la sangre y el resto de los fluidos de los cuerpos ya sin alma.

El extemporáneo y anciano guerrero parecía no percibir lo que pasaba en torno a él y a su trofeo, pues pese a que las balas pasaban a centímetros de su cuerpo y silbaban una mortal melodía en sus oídos, su cancino caminar no variaba ni parecía querer variar. En más de una ocasión alguno de los combatientes se acercó, apuntándolo con su ametralladora o pistola para intentar entender qué hacía un viejo disfrazado y armado con una espada arrastrando un cuerpo decapitado; en todas ellas, alguna de las balas que volaban por doquier aterrizaba en la cabeza o en el tórax del curioso, transformándolo al instante o a los pocos segundos en cadáver. Así, el viejo armado con una reliquia de siglos de antigüedad, y que arrastraba un cadáver decapitado, seguía su marcha en medio de la moderna guerra sin destino conocido.

El viejo guerrero avanzó con tranquilidad hasta la plaza de armas, para dirigirse inmediatamente al costado oeste, en donde se encontraba la iglesia. Dos hombres de vestimenta militar se dieron cuenta de sus intenciones e intentaron detenerlo apuntándolo con sus pistolas a corta distancia: bastó un solo movimiento de la pesada hoja de acero del vetusto hombre para que ambos hombres cayeran al suelo degollados. El viejo subió la escalinata arrastrando el cadáver decapitado, y con la mano armada empujó la puerta del templo, la que se abrió al instante. A metros del altar mayor y en medio de la nave central, un joven párroco esperaba con una daga musulmana, que tenía una medialuna en el final de la empuñadura en sus manos; el viejo guerrero se acercó hasta quedar frente al sacerdote, instante en el cual soltó el tobillo de su víctima. Sin saludarse ambos se miraron a los ojos, y el viejo guerrero simplemente dijo, apuntando al cuerpo en el suelo:

Mi parte del trato.

El sacerdote se acercó al cadáver, miró el rostro de la cabeza en el pecho del muerto, para luego pararse de nuevo frente al viejo y extenderle la daga, la cual fue recibida por el guerrero mientras el cura respondía:

Mi parte del trato.

El guerrero miró la daga bañada en oro, y sin despedirse dio la vuelta y con el mismo paso cancino salió del lugar arrastrando su pesada espada en la mano derecha, y ahora cargando el pago a su contrato en la izquierda.

II

Dos pequeñas pero potentes explosiones se dejaron sentir a la entrada de la iglesia; luego que las dos hojas de madera de la puerta cayeran hacia adentro, producto de las cargas colocadas en las bisagras, un equipo de fuerzas especiales compuesto por un oficial y cuatro miembros entraron al lugar, distribuyéndose uno en cada ala lateral, uno de vigía en el espacio donde estaba la puerta y dos en el ala central. A la señal del oficial los cuatro hombres avanzaron por los pasillos del templo, llegando en breves segundos al altar mayor, en donde empezaron a grabar y transmitir el video de lo que ocurría en el lugar. Sobre la superficie del altar, del cual se habían sacado todos los ornamentos y artefactos religiosos, se encontraba el cadáver decapitado del rabino Moshe Gottlieb, quien había sido secuestrado una semana antes desde la Embajada de Israel, y cuya desaparición había sido la gota que rebalsó el vaso de la inestable relación entre católicos, musulmanes y judíos, desatando una serie de escaramuzas que llevarían, de no mediar una intervención firme y decidida de los gobiernos comprometidos, en el inicio de una guerra mundial de carácter religioso. La cabeza del rabino se encontraba sobre su abdomen, cubierta aún por su kippa, y en el tórax había una daga bañada en plata, cuyo cubremano era lo suficientemente ancho como para dar la sensación de ser una cruz ensartada en el pecho del cuerpo sin vida. El acompañante del oficial de inmediato empezó a sacar fotografías a los restos, y dejó al lado del cuerpo un tampón de tinta y una tarjeta de papel para sacar las impresiones de las huellas digitales: el oficial pensó en llamarle la atención por dejar esos elementos en el altar de la iglesia, pero dadas las circunstancias, el sacrilegio en ese instante no pasaba de ser un mero detalle. El oficial por medio de señas le indicó a sus hombres que se quedaran en el lugar, mientras él buscaba en las oficinas de la parroquia por si había algún morador. Los soldados quedaron parapetados en la iglesia a la espera de las órdenes del jefe del grupo.

El oficial caminó hacia la parte posterior del altar, en donde se encontraba una puerta que daba a las dependencias de la parroquia. Con suavidad giró el pomo de la puerta, entrando sigilosamente a la oficina con su ametralladora en ristre y apegada al cuerpo para evitar perderla en alguna agresión o enfrentamiento cuerpo a cuerpo. El lugar se encontraba vacío: justo cuando el militar se aprestaba a revisar los cajones del escritorio, un extraño crujido se sintió en la puerta de una especie de armario que había en el lugar. Sin mediar otra reacción el militar pateó con violencia el mueble, soltando sus puertas y dejando caer al piso a un párroco joven, que tenía en su mano derecha un cuchillo, el cual le quitó sin mayor dificultad. El oficial puso el cañón de su fusil en la cara del sacerdote, quien lo miraba con ojos de resignación.

¿Padre Rodríguez?– dijo el militar sin recibir respuesta, luego de lo cual descargó un fuerte golpe con la cacha de su arma en la cara del sacerdote–. Te hice una pregunta, mierda.
Sí, soy Anselmo Rodríguez.
Vamos, el fiscal tiene muchas preguntas que hacerte. Trataré de llevarte vivo donde él, así que ruega por que mis hombres y yo estemos mejor preparados que las tropas judías.

El militar colocó esposas plásticas en las muñecas del padre Rodríguez, llevándolo delante de él para juntarse con sus hombres para seguir con el plan establecido. Al llegar al altar, la incredulidad se apoderó del veterano militar: a los pies de la estructura de piedra se encontraba el cuerpo decapitado del soldado encargado de la identificación del cadáver del rabino. Una rápida inspección le permitió ver los cuerpos de los otros tres soldados, con las cabezas en su lugar pero con enormes pozas de sangre en relación a la ubicación de sus cuellos. El oficial rodeó con su brazo el cuello del sacerdote y colocó el cañón del arma en su nuca, para luego empezar a girar y así dificultar una arremetida sorpresiva de quien hubiera asesinado a sus hombres. El párroco estaba casi congelado de miedo, y se dejaba llevar por el giro impuesto por el soldado. De pronto el militar se detuvo, y una especie de sonido gutural casi imperceptible pareció escucharse tras de sí: de inmediato el brazo en el cuello se aflojó, y el cuerpo muerto del militar cayó inerte sobre el piso de la iglesia, mientras manaba de su nuca abundante sangre. Detrás suyo, el viejo guerrero limpiaba con un trozo de la cortina de la iglesia la hoja de su daga, luego de sacarla de la nuca del militar completamente ensangrentada. El sacerdote respiró con tranquilidad al ver al hombre, quien luego con la misma hoja cortó la atadura plástica que unía por la espalda las muñecas del cura.

Gracias, me salvó la vida. ¿Cómo se lo puedo...?– en ese instante el guerrero, sin que el sacerdote se diera cuenta, blandió su pesada espada y degolló sin problemas al cura, quien se desvaneció de cuerpo y alma sobre el cuerpo del militar.
Maldito cobarde... ¿para esto es todo este sacrificio?– gritó el guerrero, mirando hacia el techo de la iglesia.

El guerrero miró el cuerpo del rabino. Luego de asegurarse que estaba bien colocado en el altar de la iglesia, reinició su marcha no sin antes levantar las hojas de madera de la puerta, colocarlas en su lugar, y conseguir una cadena para amarrarlas e impedir el paso de intrusos al sitio consagrado. Luego de terminado su trabajo guardó su daga, y volvió a encaminar los pasos que debió deshacer previamente, arrastrando su pesada espada por el pavimento, y sacando del morral el arma bañada en oro que debió guardar para no ensuciar con la pequeña batalla que debió librar en terreno sagrado.

III

Malditos... malditos todos– murmuraba el viejo guerrero mientras avanzaba por en medio de la avenida principal, rayando el pavimento del desgastado bandejón central con la punta de su espada–. Vagos de mierda... ni siquiera son capaces de batallar por sus templos... ni imanes, ni rabinos, ni pastores, ni sacerdotes... ¿qué pasó con el tiempo en que los hombres consagrados a la fe defendían por las armas y con sus vidas los lugares sagrados? Ahora son una traílla de gordos flojos y cobardes... ¿qué pasó con la creación del Padre, acaso sus hijos ya no son merecedores de Su mirada?– dijo en voz alta el guerrero, mientras las balas silbaban a su alrededor.

El viejo guerrero seguía su marcha en medio de las calles atestadas de vehículos incendiados y acribillados, y de litros de fluidos corporales que ya empezaban a confluir en hilos, que en breve plazo empezarían su indefectible marcha hacia las alcantarillas de la ciudad. Ni su paso ni su espada cejaban al encontrar algún cadáver a su paso: el guerrero simplemente pasaba sobre el cuerpo, y la pesada espada a través de él, dejándolo partido en dos sobre el pavimento. Casi todo el tiempo su mirada estaba fija en el suelo; de vez en cuando miraba a su alrededor, asqueado de ver cómo la creación divina había degenerado en lo que los humanos conocían por mundo moderno, el que ahora empezaba a desmoronarse ante los atónitos ojos de todos, y sin que nadie intentara hacer algo real para detener esa locura. De vez en cuando algún soldado se acercaba para intentar asustarlo o robarle lo que fuera, a lo que simplemente respondía con un certero golpe al cuello con su espada de más de un metro de largo, que de inmediato volvía a su posición original: arrastrando su punta por el cemento. En una que otra oportunidad alguno más inteligente se situaba a mayor distancia y le disparaba a quemarropa: el viejo guerrero simplemente esquivaba los disparos, dejando atónitos a sus agresores, lo que le daba el tiempo suficiente para acercarse a menos de un metro y dejar a su espada hacer lo suyo. Para aquellos que le disparaban a distancia, había quienes se encargaran en las sombras.

El guerrero no pasaba desapercibido en su lenta y cadenciosa caminata a través de la ciudad sitiada por las tropas de tres naciones enfrascadas en escaramuzas propias de una guerra de guerrillas, que de no mediar negociaciones agresivas, una intervención militar de Naciones Unidas, o el concurso de la divinidad, terminaría en una guerra religiosa de consecuencias nefastas. El hombre vestía una vieja sotana café con capucha, la que colgaba sobre su espalda, dejando ver una pálida y arrugada tez, una larga cabellera y una frondosa combinación de barba y bigotes blancos producto de la vejez, y manos huesudas que dejaban ver gruesas venas a través de la piel; el vaivén de su marcha hacía que la sotana se abriera, dejando entrever bajo ella una bruñida armadura plateada, como si hubiera sido recientemente cromada. Pese a su aparente vejez, el guerrero se veía bastante alto y macizo, producto en parte de la recta postura de su espalda, y su vista fija en un horizonte imaginario, más allá de la vorágine que atravesaba a pie; en un mundo de gente agachada acostumbrada a mirar el suelo, su postura marcaba la diferencia. De su mano derecha colgaba una espada de hoja plana, sin filo, cuya hoja medía cerca de un metro, con un ancho cubremano y empuñadura cilíndrica de madera, y cuya punta arrastraba por el pavimento haciendo un ruido molesto y sacando chispas a su paso, las que en más de una ocasión fueron suficientes como para encender el combustible regado por el cemento de algún vehículo abandonado, causando el consecuente incendio del móvil, o hasta la explosión, si es que en el estanque quedaba la cantidad adecuada de bencina o diesel.

El guerrero, luego de casi una hora de lento caminar, llegó a su destino: la única mezquita de la ciudad, la cual ya había visitado horas atrás, y en cuya sala de oración se encontraba el cadáver decapitado del obispo Manuel Cárdenas, el cual era custodiado por el imán del lugar, quien tenía en sus manos un cuchillo recto de doble filo, con una estrella de seis puntas, repujada sobre la hoja por ambos lados. El imán se quedó inmóvil mientras el viejo guerrero se acercó al cadáver del sacerdote; luego de hacer un lado la cabeza del obispo, el anciano levantó su mano izquierda y con furia clavó el arma musulmana en el pecho del sacerdote católico, para luego reacomodar su cabeza y deja en su lugar el solideo. El guerrero giró hacia el imán y dijo:

Mi parte del trato.

El imán se acercó a ver la empuñadura sin tocarla, y luego de cerciorarse de estar frente al arma correcta, extendió el cuchillo con la estrella judía al viejo, diciendo:

Mi parte del trato.

El guerrero miró con desdén el cuchillo y al imán, y sin decir nada salió por la puerta de la mezquita, esperando no tener que pasar por el mismo problema que en la iglesia católica, y que el imán se encargara de cumplir su deber, de ser necesario. El viejo siguió su marcha en medio de la convulsionada ciudad, sobre la cual se empezaría a desplegar el manto de la noche en poco rato más; pese a ello, el guerrero siguió su inalterable marcha con rumbo desconocido pero previsible.

IV

El crepúsculo se adueñó de la sangrienta tarde en la ciudad, en donde las escaramuzas se seguían sucediendo sin tregua. Soldados seleccionados de las tres religiones descendientes de Abraham luchaban con violencia inusitada por apoderarse del sitio más hereje del planeta en ese entonces. Todo había empezado un mes atrás, con el secuestro del obispo católico Manuel Cárdenas desde las oficinas del arzobispado, lo que generó gran revuelo periodístico y la queja formal del Vaticano. A la semana siguiente el imán de la mezquita, Víctor Al-Hayek, también fue secuestrado desde las oficinas de administración de su mezquita, lo que llevó a condenas y amenazas por parte de grupos radicales islámicos alrededor del mundo. Pero la gota que rebalsó el vaso fue el secuestro desde la Embajada de Israel del rabino Moshe Gottlieb, pues el gobierno israelita, a modo de prevención, ordenó a todos los rabinos que se refugiaran en las embajadas alrededor del planeta: el hecho de pasar por sobre las tropas de elite destacadas en el lugar sin dejar huellas llevó a Israel a querer invadir la ciudad, lo que generó la inmediata respuesta de las otras religiones involucradas, derivando en una extraña decisión, a decir lo menos salomónica. Cada religión escogió un grupo de soldados, los que se encargarían de luchar por el dominio del lugar, y así poder decidir quién tendría el derecho de hacer un ataque de grandes proporciones al país que había secuestrado a sus líderes religiosos. A esta extraña guerra controlada se sumaban los soldados del país en cuestión, encargados de defender la soberanía de su tierra natal, pero que dadas las condiciones del conflicto se encontraban en desventaja frente a los comandos de la Mosad, las tropas de elite de la Guardia Suiza, y los boinas negras de la Liga Árabe, sin contar el bloqueo económico y armamentístico decretado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lo que los tenía convertidos en un verdadero campo de batalla de esa cruzada moderna.

El viejo guerrero caminaba por la oscura ciudad, iluminada por los fogonazos de los disparos y por una que otra bengala que intentaba enceguecer a los soldados que usaban visores nocturnos para desplazarse por entre las edificaciones. Si bien es cierto la cantidad de escaramuzas había disminuido, la violencia e intensidad de los combates cuando se sucedían era igual que los acaecidos a la luz del día. A esa hora su presencia era más notoria, pues las chispas producidas por la fricción de su espada contra el pavimento lo hacían visible a decenas de metros de distancia. Además, sus monólogos con el cielo a viva voz llamaban la atención de todos quienes lo veían, pese a no entender lo que vociferaba.

Malditos... malditos tarados... todos se hacen llamar pueblo de dios, todos dicen luchar en el nombre de dios, todos matan en el nombre de dios... ¿acaso Tú les diste esa prerrogativa, que siempre ha estado reservada para Tus creaturas bien amadas? No sé cómo degeneraron en esto... de hecho ni siquiera sé si alguna vez entendieron el mensaje; ¿para qué les enviaste profetas si no son capaces de entender Tus mensajes portados por ellos?– gritaba mirando al cielo el anciano mientras seguía su marcha, ahora casi rabiosa, llegando a patear lo que estuviera al alcance de sus pies –. ¿Entenderán por ventura el mensaje que les estás dejando, o deberás enviar un nuevo profeta tras de mi para que logren entender el sentido de Tu obra?

A medida que sus pasos se acercaban a la sinagoga, último destino de su ruidosa marcha, la cantidad de escaramuzas disminuía y el número de soldados israelitas aumentaba notoriamente. Junto con ellos, varios vehículos blindados y estructuras de concreto hacían las veces de barricadas para impedir el libre acceso de vehículos y personas al templo sagrado de su fe. Pero nada de ello parecía importar al anciano guerrero, que ni siquiera disminuyó la cadencia de sus pasos o intentó pensar en algún modo de pasar desapercibido por el lugar. En cuanto su presencia fue notada por el vigía del grupo, varios tiradores seleccionados apuntaron al hombre, en espera de la señal de su oficial, la que nunca llegó, pues una conveniente bala atravesó su radio transmisor y se alojó en la pared delantera de la sinagoga, sobre la cual estaba apoyado el ahora cadáver del soldado. De inmediato el segundo hombre al mando se hizo cargo de la situación, ordenando a los tiradores que asesinaran al guerrero: luego de repetir tres veces la orden y no obtener el resultado esperado ni respuesta de sus hombres, entendió que tal como su oficial habían muerto, y que la situación era tanto o más compleja que lo que sus superiores habían intuido. En esos instantes el guerrero estaba llegando a las barricadas desplegadas por su gente, y una serie de gritos ahogados de dolor luego de los disparos le dieron a entender que su gente estaba perdiendo la batalla. Después de cerciorarse por radio que la emboscada dentro de la sinagoga estaba lista y en espera de ser ejecutada, pasó bala en su ametralladora y se dirigió contra el guerrero, para terminar siendo uno más de los sorprendidos con su velocidad para evitar balas, y para degollar o decapitar con un solo e invisible movimiento.

El viejo guerrero llegó a las puertas de la sinagoga, las que abrió de un golpe para entrar al lugar, y dirigirse de inmediato y con la misma parsimonia de siempre a los recovecos donde estaban parapetados los militares, para acabar rápidamente con sus vidas y continuar con su trabajo. Luego de terminar con todos ellos se acercó a él un rabino que estaba oculto tras unas sillas mientras la lucha se llevaba a cabo. El hombre no se alcanzó a dar cuenta cuando el guerrero lo decapitó de un solo golpe de la espada, para de inmediato y con el mismo impulso cambiar el movimiento de su arma y cortar la mano que asía el detonador del chaleco de explosivos que llevaba el hombre, con una carga suficiente como para volar media cuadra a su alrededor. El guerrero escudriñó el lugar, hasta que de pronto vio aparecer a otro rabino, que lo miraba con ojos de terror.

Mi parte del trato–dijo el guerrero, mostrando al rabino el cuchillo con la estrella de seis puntas grabada en su hoja. Al verla, el rabino se acercó a un montón de sillas arrumbadas que tenía, desde donde arrastró el cuerpo decapitado del imán Víctor Al-Hayek, colocándolo al centro de la sala y frente al lugar donde se guarda la Torá.

Mi parte del trato– dijo el rabino, mientras el guerrero desplazaba la cabeza del imán para clavar con violencia en su pecho el cuchillo con la estrella de seis puntas grabada en su hoja, luego de lo cual la reposicionó en el tórax, por debajo de la hoja.

Fue difícil mantener oculto el cuerpo, la gente de la Mosad quería...– dijo el rabino, quedando en silencio al ver que el guerrero, una vez terminada su labor, siguió su cancino caminar sin parecer escuchar lo que le intentó contar. Para el guerrero lo único importante era terminar luego con todo, ya estaba asqueado de la situación y debía apurarse si es que no quería perder el control y hacer algo que no estuviera presupuestado.

El viejo guerrero salió de la sinagoga, y sin preocuparse de la oscuridad reinante y del entorno que lo rodeaba, siguió su cancino caminar hacia el punto equidistante de los tres templos para terminar la ceremonia, sin dejar de arrastrar su pesada y mortífera espada.

V

Malditos, malditos todos, es el colmo tener que hacer el trabajo por ellos cuando ni siquiera merecen salvarse... ¿fue éste siempre acaso Tu plan?– preguntó al cielo el vetusto guerrero mientras seguí caminando hacia su destino –. No podías simplemente hacer Tu voluntad como siempre debe ser, no, tenías que urdir un plan complejo que comprometiera a los humanos... y a mi. Al menos la tarea fue simple y no hubo más problemas que los esperables... pero por favor, si en dos o tres eones más decides hacerlo de nuevo, piensa en otro– terminó de decir el guerrero, mientras guiaba su vista hacia su destino, a pocos metros de distancia. En ese instante una mueca de mayor disgusto que la normal inundó su rostro. –Malditos humanos...

En el bandejón central de la avenida principal había un enorme grupo de militares, ocultos tras grandes barreras de concreto y de una línea de blindados, que apuntaban sus armas hacia todos lados. El servicio de inteligencia del país invadido se comunicó con sus símiles cuando lograron descubrir el patrón de los asesinatos: un líder religioso de cada comunidad decapitado y dejado en medio del templo de otra de las religiones, con un arma que representaba al credo del templo de origen y que se habían extraviado siglos atrás, sin causa aparente. Los servicios de espionaje de los cuatro ejércitos comprometidos se reunieron en secreto y estimaron los posibles siguientes objetivos del extraño asesino, dentro de los cuales el más probable era el punto equidistante entre los tres templos, por lo que se decidió custodiar el lugar para detener al mercenario y obtener las respuestas que los gobiernos demandaban. Mientras se terminaban de desplegar las últimas baterías de artillería tierra tierra, uno de los vigías avisó al comando que a lo lejos se veía en el visor infrarrojo la señal de las chispas sacadas por el acero al arrastrarse por el concreto; extrañamente, la imagen del guerrero no aparecía al visor térmico pero sí a ojo desnudo.

Atención, el consejo de generales del comando conjunto le ordena rendirse incondicionalmente– rezaba el mensaje que se escuchaba por medio de grandes bocinas instaladas en varios puntos de la barricada –. Se le ordena soltar su espada, arrodillarse con las manos en alto y no oponer resistencia al arresto del que será objeto. Si no obedece, nuestras fuerzas tienen las órdenes de reducirlo a cualquier costo.
¿Así me tratan tus hijos, a mi, quien ha luchado en Tu santo Nombre por defenderlos de merecidos exterminios? ¿Dejarás acaso que me humillen como al Unigénito, o respetarás el trato que hicimos? – clamó casi con rabia el viejo guerrero, con su vista clavada en el cielo pero sin dejar de caminar arrastrando su arma. Luego de algunos segundos de silencio, el viejo agachó la cabeza y dijo en voz audible para todos –. Que se haga entonces Tu voluntad y ninguna otra, tal y como Tú lo dictaste.

El viejo guerrero detuvo su marcha y soltó su espada. En el instante en que un grupo de veinte comandos se acercaron para alejar el arma del hombre e iniciar su reducción, el guerrero se sacó la especie de sotana que vestía, quedando a la vista la maravillosa armadura plateada que lo cubría por completo, dejando sólo descubiertas sus viejas y huesudas manos. Para sorpresa de los soldados el viejo luego se agachó y recogió su espada, para en el instante abalanzarse con la misma velocidad con que esquivó las balas sobre los hombres, acabando con sus cuerpos decapitados o partidos en dos en un parpadeo. De pronto un inmenso golpe impactó con violencia las barreras de concreto haciéndolas añicos, para luego seguir con los vehículos blindados, que parecían de mantequilla al paso de la espada a través de ellos. En menos de cinco segundos todos los hombres que estaban apostados en torno al punto equidistante de los tres templos habían perdido sus vidas en una batalla que no alcanzaron a luchar.

El guerrero se ubicó sobre el punto exacto en que los tres templos quedaban a la misma distancia. A vista y paciencia de los pocos habitantes de la ciudad que no habían sido evacuados, y de los soldados de tropa regular que siempre estuvieron por fuera de la barricada, el viejo hombre levantó la espada, y luego de apuntarla hacia el cielo, la clavó en el lugar dando paso a un enorme terremoto que limpió todo el terreno a su alrededor, y solevantó el lugar donde se encontraba a varios metros por sobre la superficie del terreno. Acto seguido una atronadora voz que provenía de boca del guerrero inundó a toda la ciudad, y se desparramó por la superficie del planeta Tierra.

He aquí que os digo, hijos de Dios, que vuestro Padre decidió daros la última oportunidad de salvación. Ya que habéis tergiversado y desconocido el sacrificio del Unigénito por vuestras almas, el Padre ordenó un sacrificio, el último sacrificio, para redimir el alma de la Tierra y de todas las almas de quienes moran en ella. He aquí que tres hombres consagrados a las tres religiones que usaron, tergiversaron o desconocieron Su palabra y el sacrificio del Unigénito, se ofrecieron para morir en nombre del Padre y de ustedes, para que tuvieran una última posibilidad de seguir el camino de vuelta a Su seno. He aquí que sus cuerpos consagrados fueron depositados en los altares de los otros credos, para que entendáis de una vez por todas que nadie habla por el Padre, sino el Padre, sus profetas y sus ángeles. Sus religiones no existen, ninguna representa la Voz entre las voces, sino las de quienes las administran y lucran de Su santísimo nombre. Si no obedecéis esta que es Su palabra sagrada, Él me hará volver con mis huestes sobre ustedes, y en ese momento habrá llegado el momento del Juicio Final. No desoigáis la advertencia del Padre, en voz de su humilde y obediente enviado –. Luego de terminar de revelar su misión, el guerrero miró al cielo y dijo con voz natural: –Se hizo Tu voluntad y ninguna otra, tal y como Tú lo dictaste.

En esos momentos un nuevo temblor sacudió la tierra, esta vez al planeta entero: en esos momentos la armadura del guerrero empezó a crujir, estallando en mil pedazos a la espalda del viejo Arcángel Miguel, para que pudiera desplegar sus alas e iniciar el retorno a su morada, en espera de la comprensión y obediencia de los seres humanos de la revelación del Padre, para no tener que volver por última vez.