Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, febrero 26, 2014

Herencia



La temblorosa mano de la muchacha escribía lo mejor que podía la carta que el viejo asesino le dictaba, sentado en el suelo y apoyada su espalda en la muralla. La muchacha yacía en el suelo cuan larga era, usando el frío piso de baldosas como soporte y escritorio, pues no se atrevía a incorporarse por miedo a morir a manos de los francotiradores que los rodeaban. La vida de todos en dicha habitación estaba en riesgo, por el solo hecho de estar en el lugar equivocado, y en el instante menos adecuado.

El cansado asesino hablaba sin parar, dificultando la labor de la muchacha. En una realidad donde escribir a mano es cada vez más extraño, lograr hacerlo a la velocidad suficiente como para no perder palabra alguna de una mente descontrolada y una lengua enredada por la respiración agitada, la edad avanzada, y la anemia aguda causada por el disparo que había atravesado su pierna izquierda, era una verdadera odisea. El viejo hombre parapetado en la iglesia parecía estar dictando una suerte de testamento; en cada frase decía legar alguna de sus virtudes o defectos a algún nombre, que probablemente correspondía a algún familiar, usando un tono solemne para cada uno de ellos. Mientras tanto afuera se escuchaba el silencio de los agentes de fuerzas especiales, preparando el asalto a la capilla.

El hombre dictaba sin parar, y la muchacha luchaba por seguir escribiendo. De pronto uno de los hombres en la sala miró desconcertado al viejo, quien había pronunciado su nombre completo; el obeso vendedor que había ido a la iglesia a rogar por mejores ventas, escuchó de labios del anciano su herencia, que no era más ni menos que la capacidad de matar a corta distancia sin necesidad de armas. Desde ese momento en adelante, cada persona en dicha sala recibió de boca del asesino una capacidad de las que él poseía, y que había desarrollado luego de décadas de entrenamiento y dedicación. La muchacha no entendía nada, pese a lo cual no dejaba de escribir: ya había visto en acción al viejo acabando con cuatro policías en menos de quince segundos y con exactamente cuatro balas, antes de recibir el disparo en su pierna, así que no deseaba correr el riesgo de hacerlo enojar. La chica no se inmutó ni sintió nada cuando le tocó escribir acerca de ella, recibiendo como legado la capacidad de acertar disparos sin necesidad de apuntar.

Una vez se acabaron los ocupantes de la habitación, el hombre dejó de dictar en castellano, para deletrear una serie de palabras inexistentes, que la muchacha y el resto de presentes en la habitación debieron pronunciar en voz alta una vez terminado el dictado. El hombre se arrastró hasta donde estaba la joven, tomó el papel, y luego de leerlo íntegramente recitó algunas palabras en voz baja, para enderezarse y recibir un certero disparo en su cabeza, la cual cayó sobre el papel, el que quedó impregnado de su sangre y restos de cerebro, para luego desvanecerse bajo su cuerpo inerte.

Los rehenes se encontraban aún en la capilla, rodeados de policías, psicólogos y peritos judiciales. Al medio del lugar se encontraba el cadáver del viejo asesino, el cual fue finalmente levantado para ser llevado al patólogo forense para la autopsia de rigor. Mientras todos hablaban al mismo tiempo e intentaban captar sus atenciones, cada uno de los herederos miraba con cuidado a quienes estaban en la habitación, para en no más de un mes asesinarlos a todos y cobrar venganza en nombre de su benefactor.

miércoles, febrero 19, 2014

Médico

El viejo médico de cabecera llegó al hogar de la familia Pereira. El padre salió presuroso a abrir la puerta, para guiar al cansado profesional por los pasillos de la casa que ya había recorrido en varias ocasiones, para llegar a la habitación del hijo menor del matrimonio, en donde la madre acariciaba temerosa a su pequeño, quien hervía en fiebre y parecía estar sufriendo alucinaciones visuales, propias de su estado infeccioso. El galeno, luego de interrogar exhaustivamente a ambos padres acerca de todo lo que le había sucedido a su pequeño, abrió su pequeño maletín de cuero desde el cual sacó su termómetro de mercurio, y mientras esperaba a que el aparato le entregara una lectura precisa acerca de la temperatura real del menor, empezó a ver cómo el niño parecía estar acariciando seres invisibles sobre su piel.

El viejo facultativo cultivaba el casi perdido arte de la medicina general. Su trabajo estaba alejado de clínicas, ambulancias, salas de urgencias o consultas en edificios habilitados para dichos menesteres: su consulta eran las casas de sus pacientes, las habitaciones donde yacían los enfermos, sin maquillaje, peinado ni ropa de marca; su escritorio era el borde de la cama donde dejaba su maletín, y donde hasta a veces osaba sentarse para descansar sus cada vez menos útiles rodillas. Todo el entorno era para él información médica, y se fijaba hasta en el último detalle para tener más herramientas para dar un diagnóstico acertado, y un tratamiento adecuado que devolviera el frágil equilibrio a los sufrientes cuerpos que clamaban por su ayuda. Las familias que habían optado por sus servicios lo conocían desde siempre, pues había sido su médico de cabecera desde que tenían uso de razón, y sus padres habían llegado a él gracias al padre del doctor, quien lo había llevado por ese camino y le había legado su experiencia y sus pacientes.

El viejo médico esperó pacientemente los tres minutos necesarios para que el mercurio en el tubo de su termómetro dejara de desplazarse; en ese tiempo, el niño dejó de acariciar a los seres invisibles en el aire, y lentamente pareció tranquilizarse, hasta quedarse dormido. Luego de ver que la fiebre estaba un poco más baja que lo que la madre había medido durante la tarde, examinó con calma y dedicación al pequeño, encontrando el foco de su infección, y dejando el esquema de siete días de tratamiento para curar su mal. De todos modos los padres ya podían dormir tranquilos: la visita del médico, tal y como siempre, había logrado el mágico efecto de disminuir los síntomas y el malestar en el enfermo. No importaba quién lo consultara, cada vez que él examinaba a algún paciente, sus pesares parecían empezar a ceder de inmediato. Luego de guardar con calma sus implementos, cerrar su maletín, y cobrar sus honorarios, y de dejarle todas las indicaciones necesarias a la familia, el médico se despidió, con el compromiso de visitar al menor una semana después para comprobar su mejoría y darle el alta.

El viejo médico se sentó en el asiento de su viejo automóvil. Con cuidado abrió el maletín, para revisar que todo estuviera ahí. Luego de fijarse que nada faltara, lo volvió a cerrar; justo en ese instante un pequeño quejido se dejó oír desde el interior del continente de cuero. En cuanto lo abrió descubrió el origen del quejido: las caricias del pequeño habían irritado a una de las sanguijuelas que habitaban la dimensión paralela a la nuestra, causándole una leve erosión; la fiebre le había permitido ver a las asistentes del galeno, encargadas de absorber los espíritus malignos que causaban las enfermedades, y que habían pasado de generación en generación por su familia. Si ello volvía a suceder, era señal que el tiempo de heredar las sanguijuelas transdimensionales a su hijo estaba por llegar.      

miércoles, febrero 12, 2014

Casa embrujada

Cuenta una leyenda que la casa de la esquina está embrujada. Eso suele suceder en barrios viejos como éste, en que la gente no tiene mucho más que hacer que contar historias, que con el paso de las décadas se transformarán en leyendas. Dicen que la casa fue maldecida por una bruja, debido a una desilusión amorosa. Dicen que la mujer usó todo el arsenal propio de brujas para estos menesteres: tierra de cementerio, sangre de animales, aceites varios, y que con ellos y un sortilegio, logró que la casa no permitiera huéspedes, pues ella iba a ser la señora de esa casa, pero el hombre que le había prometido amor eterno desechó su amor y su promesa por una mujer extranjera, que murió la misma noche en que ella hizo su hechizo. Dicen que esa historia es de fines del siglo XIX, y que desde ese entonces nadie ha vivido en esa casa. Eso pudo haber sido así al menos hasta anoche, en que vi luces en una de las ventanas del segundo piso.

Acá se supone que viene la parte en que entro a la casa a ver lo de la luz y me encuentro con un psicópata, una niña pálida de pelo largo o un fantasma espantosamente feo, y el relato adquiere ribetes de terror… pero la verdad no es esa. Obviamente me acerqué a la casa por la curiosidad de las luces. Como buen vecino toqué el timbre, esperando que alguien saliera. Como buen vecino, golpeé la reja al ver que el timbre no surtía efecto. Como vecino intruso decidí abrir la reja y entrar hablando en voz alta, a ver si alguien salía, para finalmente empezar a golpear la puerta de la entrada, primero con suavidad, luego con fuerza, y finalmente con violencia. Luego de intrusear por la ventana y no ver nada, hice lo que no se debe hacer: forzar la puerta.

Las casas del siglo XIX no tienen nada que ver con las porquerías minimalistas del siglo XXI. De puro ver los adornos en sobrerrelieve de las paredes me dan ganas de tener una. Nada está dejado al azar desde el punto de vista estético, y hay muchas cosas que no sirven de nada, pero cuya ausencia le cambiaría el sentido a esta casona. El tallado en la baranda de la escalera, los colores deslavados de los muros, las figuras talladas en todas partes de la madera. Si mi madre estuviera acá me diría que no toque nada, que puedo romper algo, que son cosas caras que no son mías, que en lo ajeno reina la desgracia… la verdad es que no puedo dejar de tocar estas maravillas: la textura de la madera, la calidad del acabado, lo llamativo de los diseños…

Esto no está pasando, debo haber tomado mucho sin recordarlo, tal vez algún hongo en el polvo de esta vieja casa… no puede ser que esta alucinación sea tan vívida. De tanto tocar cosas algo me debe haber entrado por la piel… ¿qué mierda pasa? Recuerdo que lo último que toqué fue un bajorrelieve con la forma de la casa, y de pronto empecé con esta alucinación. Sentí que la casa me metía en una de sus paredes, y ahora me veo formando parte del muro de la sala de estar del primer piso de esta extraña casa. Me cuesta mucho ver hacia el lado donde estaba, pero puedo ver las entrañas de esta curiosa edificación. Esto es muy loco, si miro hacia abajo esta cosa pareciera tener raíces, que bajan tan profundo que no logro ver hasta dónde llegan. De pronto veo con dificultad que al otro lado del muro, en el mundo real, se empiezan a encender las luces de la sala de estar; al mismo tiempo, una indescriptible debilidad empieza a hacer presa de mi cuerpo, haciéndome ver todo borroso y perder las fuerzas, como si la luz se encendiera con mi energía vital. La debilidad es tal, que ya ni siquiera tengo fuerzas para respirar… antes de perder el sentido, probablemente para siempre, logro ver en el espesor de la pared del segundo piso el esqueleto de un niño, del tamaño del que reportara como extraviado ayer mi vecina… 

miércoles, febrero 05, 2014

Cocinera

Colgando a veinte metros de altura sobre el nivel del agua del pozo, asida con todas sus fuerzas de la débil cuerda de la noria, y mientras escuchaba crujir el casi podrido travesaño de madera en que estaba atada la polea que servía para subir y bajar el balde, usado por décadas para sacar agua en esas tierras desconocidas hasta para el Creador, la vieja cocinera rogaba para que alguien escuchara sus gritos y la salvara antes de caer al vacío, o para que su dios le enseñara a nadar en los breves segundos que duraría su segura caída.

La vieja cocinera llevaba cerca de sesenta años cocinando como modo de vida. En el pueblo en que había nacido y criado, y en el cual había pasado toda su monótona existencia, ella era la encargada de darle continuidad al legado de su madre, también cocinera, desaparecida misteriosamente veinte años atrás, y que se había dado a la tarea de darle algo de variedad a la también monótona tradición culinaria del lugar. La mujer había empezado a cocinar con su madre a los doce años, y desde ese entonces, salvo para su matrimonio, sus partos y sus duelos, la mujer no había salido nunca de la cocina a tener algo parecido a una vida. De hecho, sus salidas tenían que ver siempre con lo mismo: ir a comprar los ingredientes para sus platos, ir al bosque a buscar raíces, hierbas u hongos que le dieran un toque particular a su sazón, e ir por uno de los ingredientes centrales de todo lo que cocinaba y comía: el agua del pozo.

El pozo era el único lujo que tenía su familia. El tener ubicado un pozo en su propiedad era casi motivo suficiente para ser considerada de otra clase social, pues casi la totalidad de los habitantes del pueblo debían compartir un par de pozos grandes, que también servían de abrevaderos para los animales, lo que los obligaba a perder una gran cantidad de tiempo transportando agua y esperando su turno para extraerla. Así, la cocinera simplemente salía al patio a buscar agua, y podía de inmediato seguir con sus preparaciones.

El agua de su pozo era especial. Un par de veces había cocinado sopas y verduras con el agua de los pozos del pueblo, sin lograr el mismo sabor característico de su cocina; en cuanto se dio cuenta de la diferencia, guardó con celo su secreto y siguió haciendo maravillas para sus clientes, y traspasando sus conocimientos a su hija, quien ya contaba cuarenta años, sin mencionarle el detalle del agua.

Esa mañana la vieja cocinera decidió hacer una sopa para acompañar el plato fuerte del día, y abrir aún más el apetito de sus comensales, por lo cual salió temprano y sola al pozo a buscar agua. Los años de esfuerzo habían hecho mella en sus fuerzas, por lo cual hacía ya un par de años que algún familiar sacaba el balde lleno de agua por ella; sin embargo esa mañana se sentía con ganas de cocinar, y no creyó necesario despertar a alguno de sus nietos para algo tan simple como era sacar medio balde de agua. La mujer bajó con cuidado el balde con la cuerda, y una vez que el peso le indicó que estaba a la mitad, lo empezó a subir con dificultad. Cuando iba a la mitad del trayecto la cuerda dejó de moverse: al parecer el balde se había atascado en una de las paredes del pozo, por lo que no le quedó otra opción que subirse al borde del pozo para tratar de desenredar la cuerda con el balde. Justo cuando iniciaba el tercer intento, su cuerpo se balanceó hacia adelante, dejándola colgada a veinte metros del agua.

Luego de un minuto colgando de la cuerda, y ya sin fuerzas para seguir gritando, las manos de la mujer no soportaron más, cayendo rápidamente los veinte metros y estrellándose con la pared de agua al fondo del pozo. Un poco antes de perder la conciencia luego que sus pulmones se llenaran de agua, descubrió con espanto que el toque distintivo del agua de su pozo eran los restos de las cocineras que habían muerto ahogadas, generación tras generación: ahora le tocaba a ella ser parte de la fama de su hija.