Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, junio 25, 2014

Boxeador

El viejo boxeador caminaba tranquilo hacia la panadería más cercana a su casa, distante al menos unas ocho cuadras. La larga caminata valía la pena con tal de tener pan recién hecho y caliente para el desayuno, pese al frío y la lluvia que debía soportar para lograr su objetivo. Pocas eran las alegrías que le quedaban en la vida al vetusto boxeador, y una de ellas era el pan caliente con mantequilla derretida de cada mañana.

El viejo boxeador vivía de una pensión de gracia estatal. El poco dinero que había salvado de su juventud lo había invertido en comprar la pequeña casa en que vivía, y en un automóvil que más que reliquia parecía chatarra, pero que aún creía que en algún instante de apretura económica le podría servir casi como un salvavidas, al no contar con ahorros ni familia. El hombre había enviudado hacía más de diez años, y no habían tenido hijos con su esposa, por lo que no contaba con nadie a quien recurrir frente a alguna calamidad.

Esa mañana el ex deportista hacía su trayecto de siempre a la panadería, cubierto por su paraguas que lo protegía de la cortina de lluvia que caía sobre la ciudad de modo tal que hasta dificultaba su visión. Gracias a su pasado como boxeador profesional era un hombre bastante pacífico, pero que sabía bien cómo defenderse; el barrio en que vivía era de gente de bien, pero de vez en cuando aparecía algún joven ladronzuelo ávido de dinero para comprar drogas. Sólo en una ocasión le había tocado enfrentar a uno, el que quedó bastante lastimado luego de despertar los dormidos puños del viejo hombre. Cuando estaba a dos cuadras de la panadería, un hombre algo más alto y macizo que él se cruzó en su camino, bloqueándole el paso. El viejo deportista intentó evitarlo en tres o cuatro ocasiones, sin lograrlo; justo cuando se disponía a hablarle para pedirle por favor que lo dejara pasar, el hombre le lanzó un golpe de puño a la cara que el viejo apenas alcanzó a esquivar: acabado el tiempo de las palabras, empezaría el de los puños.

El viejo boxeador y el hombre macizo estaban enfrascados en un pugilato absolutamente técnico. Poco tardó el viejo peleador en darse cuenta que su rival era profesional, por la pureza de su estilo y la fuerza de sus golpes, que en su gran mayoría terminaron en su guardia; el viejo también logró encajar un par de manos en el cuerpo de su rival, sin lograr causarle mayor daño. Luego de cinco minutos de ardua lucha, en que ninguno de los dos logró noquear al otro, el hombre macizo salió corriendo, y su imagen desapareció tras la densa cortina de agua que cubría la ciudad.

El viejo boxeador caminaba tranquilo hacia la panadería más cercana a su casa, distante al menos unas ocho cuadras. Luego de la pelea sentía que la alegría había vuelto a su cuerpo, pese a estar empapado. Esa mañana estuvo dos horas contando una y otra vez la historia de su fantástica pelea a sus vecinos, mientras el dueño del local secaba su chaquetón en uno de los hornos del lugar. Desde fuera, bajo una lluvia cada vez más suave, lo miraba el recuerdo de un pasado esplendoroso, que lo visitó para darle una de las últimas alegrías en su larga vida.

miércoles, junio 11, 2014

Doris

La pequeña niña de cinco años estaba parada frente a la puerta del templo, llorando desconsolada. La niña no lograba encontrar a sus padres, ya estaba anocheciendo y empezando a hacer frío, y no entendía por qué había tantas luces de automóviles intentando enceguecerla, por qué unos hombres de uniforme le gritaban y le apuntaban con armas de fuego como las de los video juegos de su hermano, ni menos por qué de su mano derecha colgaba un machete para desmalezar, cuya hoja estaba casi totalmente cubierta de sangre.

Doris era la hija menor de un matrimonio joven. Su hermano de doce años era la persona a quien más quería de su familia, pues desde que tenía uso de razón él había sido su compañero de juegos y protector. Cada vez que sus padres la retaban por algún error cometido, su hermano salía en su defensa, siendo capaz hasta de culparse para que nadie molestara a su hermanita. Doris era una niña feliz en una familia feliz, y con alguien a quien quería y que la quería por sobre todas las cosas.

Los padres de Doris llevaban dos semanas tratando con algo de frialdad a la pequeña, por lo cual la niña se había refugiado en el cariño de su hermano, el cual no la dejaba nunca de lado. Pese a ello, a la pequeña no le faltaba nada, y cada viernes por la tarde acompañaba a toda la familia al templo donde consagraban sus almas a dios, luego de lo cual partían todos juntos a comer algo rico a algún restorán del sector. Cuando por fin llegó el viernes, Doris se sentía feliz, pues sus padres volverían a hablarle y a sacarla a comer, y recobraría al menos por algunas horas el cariño de siempre.

Doris y su familia llegaron a la hora de siempre al templo. Extrañamente, a esa hora el lugar estaba demasiado oscuro, y todos en su interior estaban en silencio. De pronto un hombre gordo y grande tomó a la pequeña por el brazo con violencia y la separó de su familia; mientras su hermano trataba de ir en su ayuda, sus padres lo sujetaban para que no interviniera: el pastor, en un momento de iluminación, había descubierto que la pequeña estaba poseída por una bruja, y que el único modo de salvar a su familia del gran poder del espíritu maligno, era asesinando a la niña. Pese a los gritos desaforados del hermano de Doris, la pequeña fue acostada sin problemas por el pastor en el altar, desde donde sacó un enorme machete para liberar el alma de la inocente niña.

La pequeña niña de cinco años estaba parada frente a la puerta del templo, llorando desconsolada. En el instante en que el pastor descargaba con violencia la afilada hoja de acero sobre el cuello de Doris, su hermano se liberó de los brazos de sus padres y se lanzó al altar, muriendo casi decapitado en el acto. Ello despertó la ira en el alma de la vieja bruja al ver morir a su amante de ya cerca de treinta reencarnaciones, dándole al cuerpo de la niña que guardaba su alma las fuerzas necesarias para quitarle el machete al pastor, decapitarlo, y luego degollar a todos quienes compartían el ancestral rito, incluyendo a los padres de su continente. Luego de terminar salió a la calle, escondiéndose en el corazón de la pequeña y dejando que el alma de la niña retomara el mando de su cuerpo. Una vez que le hicieran exámenes psiquiátricos y la dieran en adopción, el alma de la bruja sólo debería esperar a que el alma de su amante se apoderara del cuerpo de algún cercano para seguir el camino que los unía en la maldad por toda la eternidad.