Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, abril 22, 2015

Novia

La mirada de la joven novia se perdía en el infinito, más allá del altar, del cristo crucificado, de las alas de la iglesia llenas de bancos de madera, y de los vitrales que adornaban la ostentosa edificación. Su níveo traje ajustadísimo se apegaba a su cuerpo, dificultándole por momentos la respiración, e impidiéndole moverse con un mínimo de comodidad y velocidad. La iglesia casi vacía en esos momentos parecía reforzar cada ruido que se generaba en el lugar, en especial los quejidos de quienes agonizaban desparramados por el suelo, sin esperanza alguna de salvación.

La joven había vivido los nueve mejores meses de su vida, luego de conocer y enamorarse de quien el destino le había regalado como compañero. Luego de un breve tiempo de conocerse y salir, se habían ido a vivir juntos, y habían tomado la única decisión posible para un idilio tal: casarse, para compartir sus vidas para siempre. Los recuerdos de sus relaciones previas eran apenas leves sombras en el camino de luz que había tomado, y ya no significaban ni importaban nada al lado del prometedor futuro que tenía por delante.

Una semana antes de la boda, la feliz novia se encontraba de compras, para darle una sorpresa a quien se convertiría en su marido. Después de adquirir la lencería de fantasía que sabía le gustaría a su compañero, decidió pasar a una cafetería a beber alguna infusión, y a pensar en los sueños que tarde o temprano llevarían a cabo de a dos. En ese instante una voz conocida se escuchó a sus espaldas: el espejo de bolsillo le devolvió la única imagen que podía perturbar su perfecto idilio. En el local de al lado, de espaldas a ella y bebiendo un vaso de su licor favorito, el hombre al que había dejado por quien ahora era su novio, susurraba la canción que le había dedicado una y mil veces.

La muchacha no sabía qué hacer. En ese instante su mente salió del embotamiento en que se encontraba, y se dio cuenta que a aquel hombre también lo había amado con toda el alma, y que sólo la oportuna aparición de su ahora novio había precipitado el quiebre, con quien también había soñado como compañero de vida, y que había decidido alejarse para siempre al ver que la mujer que tanto amaba lo había echado al olvido, pese a insistir una y otra vez por una última oportunidad. De pronto la novia se encontró de frente con su pasado y sus sentimientos, sin saber si lo que sentía por ese hombre era real o sólo un cruel recuerdo, y decidió enfrentar la situación para aclarar su mente y su corazón: apuró la infusión, pagó la cuenta, y se fue a encarar al amor de su pasado tal vez por última vez.

La joven quedó paralizada. El hombre al que tanto había amado estaba demacrado, con la mirada fija en ninguna parte, y no paraba de susurrar la canción de amor de ambos. La joven se paró frente a él y le habló, sin que él pareciera escuchar ni sentir nada: pese a ser el mismo cuerpo, en esos momentos parecía tener el alma congelada. De pronto una mano tocó suavemente su hombro: uno de los mozos del lugar le contó que de un día para otro el hombre había aparecido en el pub cada noche, a beber y susurrar una canción que para todos era ininteligible; luego de un par de horas de beber y susurrar, se iba en silencio para volver a la noche siguiente, durante ya nueve meses, a repetir su incomprensible rutina. La mujer se acercó a su otrora pareja, se agachó a su lado, tomó una de sus manos y besó con dulzura sus labios: la única sensación que recibió, fue un frío triste y desesperanzado.

La mirada de la joven novia se perdía en el infinito. Sentada a los pies del altar veía los cadáveres de su novio, el sacerdote, padrinos, familiares, y de los desgraciados que tuvieron la mala fortuna de estar en la primera fila de la fallida ceremonia, sin más dolor que el de su muñeca derecha, que había tenido que aguantar la fuerza del golpe del machete contra los cuellos de quienes la rodearon cuando se puso a llorar desconsolada, al recordar que al día siguiente de su reencuentro había vuelto al bar a ver a su antiguo amor, quien había muerto atropellado esa misma noche. Ese día el mozo, luego de contarle lo sucedido, le entregó una bolsa que el hombre había dejado a su nombre, en donde había una rosa, su flor favorita, y un machete, herramienta que su ahora desaparecido amado había usado para empezar a desmalezar el terreno que había comprado para hacer una casa para ambos, lo que había ocupado gran parte de su tiempo, mismo que el hombre con quien se iba a casar había usado para conquistarla. Ahora la novia acariciaba la rosa, luego de desmalezar su errada decisión, mientras se armaba de valor para usar la herramienta con la única persona que quedaba viva en el lugar. 

miércoles, abril 15, 2015

Adicción

Con los pulgares puestos en la garganta de su víctima, sus pensamientos anclados en su pasado, y con su alma apuntando a aquel futuro que nunca fue, Macarena apretaba sostenidamente sus manos, esperando que los rasguños y los espasmos se detuvieran de una vez y para siempre.

Macarena sabía lo que hacía,  pues esa víctima no era la primera. Su primer asesinato lo cometió a los doce años, cuando logró tomar el cuchillo que el violador que la estaba ultrajando había dejado en el suelo, e instintivamente lo enterró en su tórax: el hombre cayó de lado presa del dolor, empezó a hacer varios ruidos ininteligibles, para de pronto quedar inmóvil y empezar a botar abundante sangre por la boca. Luego de huir del lugar fue acogida por un narcotraficante, que la usó para transportar droga a cambio de protección, casa y comida. El mafioso le enseñó de a poco a usar distintas armas para que pudiera defenderse y proteger la mercancía, hasta el punto que la muchacha, a los catorce, se hizo cargo de la protección de su protector hasta el día de su muerte, un año después, en un tiroteo con la policía, mientras la muchacha se encontraba bebiendo en un bar clandestino. Luego de vengarlo, asesinando a todos los policías presentes en el operativo, la quinceañera se hizo la fama de sicaria dentro del mundo del hampa, empezando a ser contratada por cualquiera dispuesto a pagar por sus servicios. Cuando la chica contaba veinte años, ya llevaba decenas de asesinatos por encargo a su haber, y una vida lo suficientemente solventada como para no tener que volver a asesinar ni conseguir un trabajo legal; en ese instante la mujer se dio cuenta que aparte del dinero, se había hecho adicta a asesinar gente, por lo cual no dejaría su oficio, y vería abultarse cada vez más sus cuentas corrientes y ahorros.

A los veintitrés, Macarena cometió un grave error: dejándose llevar por su adicción al homicidio, aceptó un trabajo encargado por un muchacho que no parecía ser mucho mayor que ella, con cara de desesperación, que juntó todos sus ahorros para encargar la muerte de un traficante menor, que lo tenía amenazado de muerte por haber impedido a su hermana adolescente acostarse con él. Sólo una vez ejecutado el homicidio, la sicaria averiguó que su víctima era el hermano menor de uno de los traficantes más poderosos del país, y que quien le había encargado el homicidio no era otra cosa que un policía de incógnito, infiltrado hacía poco en el medio. Desde esa fecha, y por orden del hermano de su víctima, nadie más le hizo encargos a Macarena, sumiéndola en un cuadro depresivo que la llevó a buscar ayuda por todos los medios existentes.

Macarena apretaba sostenidamente sus pulgares en el cuello de su víctima. De pronto los rasguños y espasmos se apagaron lenta y definitivamente, provocándole una sensación de libertad que hasta ese instante no conocía. Luego de deambular entre médicos, psicólogos, terapeutas alternativos y toda suerte de personas capaces de ofrecerle ayuda, llegó a la oficina de una bruja que le ofreció la cura definitiva a su adicción y la posibilidad de asesinar por última vez, por el mismo precio. Media hora después de beber la pócima que le vendió la bruja, su alma salió de su cuerpo, y pudo estrangularse para acabar de una vez y para siempre con su adicción.

miércoles, abril 08, 2015

Trofeo final

De las paredes colgaban trofeos, adornos, instrumentos musicales, diplomas, títulos y distinciones varias. Nadie que viera los muros de esa habitación por primera vez, creería que todas las cosas eran de una sola persona.

Para el dueño de esos muros todo aquello era normal. Para él, lo anormal era enfrascar toda la vida en una sola área y dejar que el resto de las capacidades del cuerpo y del cerebro se perdieran por desidia y abulia: si la vida era totipotencial, había que explotar, aunque fuera mínimamente, un poquito de todas esas potencialidades.

Al lado de una vieja guitarra acústica sujeta a la pared por un atril atornillado, se veía un título profesional, bajo el cual seguían el diploma de un magister, y más abajo, uno de doctorado. Justo al lado de los certificados académicos, terminaba el orden y empezaba la muestra de todos los gustos y disgustos del dueño de casa. Sin orden lógico la muralla empezaba a cubrirse de sombreros, cascos deportivos, guantes de boxeo, relojes, calendarios, botas de vino, repisas con aeromodelos, lámparas, espadas y cabezas humanas. Por sobre todas las cosas, espadas y cabezas humanas.

El detective miraba casi embelesado las paredes de la casa. No lograba salir del asombro al ver las cabezas humanas deshidratadas, casi momificadas, fijadas a los muros por especies de clavos de doble punta, una que penetraba el muro y otra que entraba en cada cráneo por la nuca, dejando la cara visible en todo su horroroso esplendor. Las cerca de treinta cabezas se distribuían libremente en medio del resto de las aficiones del dueño de casa. Por supuesto que lo que más le interesaba eran las cabezas, y las espadas japonesas utilizadas para separarlas de sus respectivos cuerpos, las que colgaban una al lado de cada trofeo humano: el dueño de casa, luego de decapitar a alguien, colgaba la espada al lado de cada cabeza, y no la volvía a utilizar. Las cabezas y sus espadas no seguían ninguna distribución especial, sino simplemente estaban desparramadas como parejas en medio de todas las otras realidades del lugar. Nunca importaron los cuerpos, ellos fueron apareciendo cada cierto tiempo en diversos sitios eriazos, sin marcas ni nada que dejara pistas adecuadas para encontrar al asesino. De pronto un roce en su hombro casi lo paralizó: su compañera de trabajo lo sacó de golpe y porrazo de sus cavilaciones, recordándole que estaban culminando una investigación, y que debían centrarse en el hallazgo principal de esa macabra casa: el autor de los homicidios.

El detective, su colega, y los miembros del laboratorio forense miraban maravillados la escena. Era simplemente imposible entender la genialidad del asesino para planificar el final de su carrera. Cuatro horas antes el dueño de la horrorosa casa había llamado a la policía, identificándose y dando el domicilio en donde se encontraba, y donde estaban todas las cabezas faltantes de los cadáveres encontrados. Dada la larga lista de falsos datos, se envió un móvil con apenas dos detectives para hacer reconocimiento del domicilio como mera formalidad.  Al llegar al lugar se encontraron con la puerta semiabierta, lo que de inmediato los llevó a desenfundar sus armas de servicio e identificarse a viva voz: en cuanto entraron a la sala de estar, se encontraron con la misma escena que ahora admiraban junto con todo el resto del equipo.

Al medio del living, una tablet enfocaba su cámara hacia la bizarra escena. En su memoria se encontraba un video que se seguía grabando hasta la llegada de los detectives, y que fue detenido por uno de los peritos para poder reproducirlo y entender la intrincada y genial dinámica de los hechos. En la pantalla se veía a un hombre de contextura media, cabellera, barba y ojos negros, que luego de encender la cámara y mirar directamente a ella, se dirigió a una larga tabla que abarcaba de sus pies hasta sus hombros, y que estaba fijada al piso flotante por un par de grandes bisagras de acero. El hombre se fijó a la tabla con correas de cuero, quedando sus manos libres, las que tomó firmemente a sus espaldas, para luego dejarse caer hacia adelante, siguiendo el arco de la tabla y sus bisagras. Justo un par de centímetros por delante del borde de la tabla en el piso, y fijada al mismo por sendos soportes metálicos, una espada japonesa con el filo hacia arriba esperaba, justo por delante de una rampa de madera con dos barandas, que se acercaba al suelo en diagonal, y terminaba en una plataforma cilíndrica de no más de tres centímetros de altura. En cuanto la tabla llegó al suelo, la espada separó la cabeza del hombre de su cuerpo, la cual rodó perfectamente por la rampa y terminó afirmada en la plataforma de madera, dejando ver una mueca de miedo peor que las de todas las cabezas fijadas en los muros del ecléctico psicópata. En el borde de la plataforma, bajo la cabeza y salpicada en sangre, se lograba leer en bajorrelieve: “Trofeo final”.

miércoles, abril 01, 2015

Borracho

Llegué borracho a mi departamento, como todos los sábado de madrugada. Nadie abrió la reja. Nadie abrió la puerta. Nadie había en mi departamento. Nadie me habló, me ladró, me maulló, o me miró en silencio. Nadie calentó comida o agua para un café. Nadie me echó de menos. Aún no puedo aceptar que morí hace veinte años, acuchillado y borracho, y sigo dando vueltas entre el bar y mi hogar, todas las noches, de aquí a la eternidad.