Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, junio 17, 2015

Arquero

El arquero tensó silencioso la madera de su arco, al máximo de sus fuerzas. Con los ojos cerrados, la punta de la flecha sujeta a la tensa cuerda parecía seguir por inercia al blanco ordenado. De un momento a otro el arquero desplazó la punta de la flecha algunos milímetros más allá de su objetivo, y sin esperar señal ni orden soltó la cuerda, dejando escapar el proyectil de madera con punta de piedra, que avanzó a la par de su víctima, para clavarse en su pecho tres segundos después, cuando el cuerpo del desafortunado individuo llegó al lugar al que iba dirigida la flecha; sin abrir los ojos el arquero soltó un quejido, para luego ponerse de pie y huir a lugar seguro, y así poder cobrar más tarde ese día la recompensa por su trabajo.

El arquero era el sicario mejor pagado de la región. Si alguien necesitaba deshacerse de algún enemigo, amedrentar a alguien, o si había alguna recompensa por alguna persona, él era el indicado para hacerse cargo de la situación. Su nombre y fama estaban rodeados de leyendas acerca de su capacidad de acertar a todos los blancos que se proponía alcanzar. Muchos habían hablado con él para preguntarle acerca de su arco y de sus flechas, a lo cual respondía sin mayores reparos. En un par de ocasiones inclusive le había regalado el arco a alguno de los dignatarios que se habían mostrado interesados en su trabajo y se habían portado generosos con el pago; sin embargo, ni usando sus implementos su capacidad era siquiera alcanzable por sus frustrados competidores.

Una noche cualquiera llegó al pueblo un hombre de a pie, oculto entre las sombras, directo a una casa que lo esperaba con comida caliente y refugio, para no tener que pedir posada y pasar lo más inadvertido posible. El hombre era un espía enviado por la familia de una de sus víctimas, a encontrar el secreto del arquero para poder luego cobrar venganza. Después de descansar un rato y reponer fuerzas, se dirigió sigiloso a la casa del sicario, para tratar de recabar toda la información posible que lo ayudara a cumplir su misión. Sin dejarse ver ni oír, encontró un recoveco tras la casa de su objetivo, al cual daba una ranura entre dos tablas, lo suficientemente ancha como para poder ver hacia el interior.

El arquero lijaba pacientemente una por una sus flechas, dejando la madera lo suficientemente lisa como para no lastimarse al enviarlas con su arco. Luego de amarrar las plumas direccionales en la cola de las flechas y asegurarse que todas estuvieran perfectamente balanceadas, tomó un frasco con un aceite, y empezó a frotar con fuerza la madera de su arco, que mantenía descordado para evitar que perdiera fuerza con la tensión permanente. Mientras el arco se secaba, el hombre sacó de un balde la cuerda que se mantenía en remojo, y una vez estuvo seguro que había quedado lo suficientemente húmeda, la colocó entre dos soportes de madera a esperar que se secara.

El espía miraba con detención cada paso del proceso que seguía el arquero, fijándose en la prolijidad y paciencia con que seguía cada paso, que se notaba estudiado y aprendido hacía bastante tiempo; sin embargo, aún no veía la colocación de las puntas de las flechas, que era tal vez el secreto de todo el proceso, pues hasta ese instante no había visto nada novedoso en los cuidados que seguía con las maderas y la cuerda.

El arquero parecía conforme con su labor. Una vez todo estuvo tal y como debía, tomó una botella, bebió con rapidez varios sorbos, y se sentó en silencio con los ojos cerrados a recitar una suerte de oración. El espía no entendía qué era lo que esperaba el arquero para empezar a trabajar las puntas de piedra de sus fatídicas flechas, y el ver sentado al hombre rezando lo empezó a impacientar. De pronto el arquero abrió los ojos como asustado, se sacó la camisa, y se inclinó hacia adelante como si estuviera a punto de vomitar: en ese momento el espía vio con espanto que del pecho del sicario empezaron a caer una a una sendas puntas de flecha de piedra ensangrentadas, mientras el rostro del hombre se desfiguraba del dolor, el que lograba controlar rezando en voz cada vez más alta. El espía se alejó aterrorizado, golpeándose contra la pared de madera de la casa del arquero, lo que alertó al sicario que detuvo el proceso para ir en busca de un arco armado y una flecha lista. El espía corrió despavorido hacia el bosque; el arquero cerró los ojos, puso la flecha en el arco, lo tensó y la disparó, sin dejar de rezar; en cuanto la flecha salió, su mente viajó como siempre en la punta de piedra, sin mayor dificultad ubicó al espía, y se dirigió en línea recta hacia su cuello. Tal como siempre, no alcanzó a sacar su mente de la punta a tiempo, soltando un quejido al impactar a su víctima.

miércoles, junio 10, 2015

Misión

El joven teniente caminaba nervioso por el puente de mando. Ya había sido gritoneado por el suboficial mayor por su última decisión, y ahora esperaba que llegara el coronel para enfrentarse a una reprimenda, esta vez basada no sólo en la experiencia, sino también en el poder.

—Oficial en el puente—dijo con desdén el sargento, haciendo a todos ponerse de pie y cuadrarse.
—Teniente, acompáñeme—dijo el coronel luego de saludar con un leve ademán de la cabeza al resto de los oficiales y suboficiales presentes, siguiendo camino hacia su privado.

El teniente no sabía si mirar la espalda del oficial, a sus compañeros, o a las paredes del lugar que estaba abandonando en ese instante; al menos las paredes no le dirían nada, aunque si pudieran, probablemente lo harían.

—¿Sabe dónde estamos, teniente?—preguntó el coronel en cuanto el oficial de menor rango cerró la puerta—. Y no me diga que en mi privado.
—Si se refiere a la ubicación de la nave… no, mi coronel.
—¿Alguien sabe dónde estamos, teniente?
—No mi coronel—respondió el teniente, a sabiendas que en cuanto terminara la rutina lógica de preguntas, recibiría una traílla de insultos, improperios y reprimendas, que por lo demás tenía claro que merecía con creces.
—¿Cómo es que estamos aquí entonces?—preguntó el coronel, casi sin mirarlo.
—Mi coronel… al parecer tuve un sueño anoche. En ese sueño, según creo…
—Vio unas coordenadas, las ingresó en el computador del puente, el cual nos llevó a la entrada de un agujero de gusano, que nos catapultó a este universo desconocido—recitó el oficial, para sorpresa de su joven interlocutor—. Teniente, ¿se da cuenta que la tripulación de la nave lo quiere linchar?
—Sí mi coronel.
—¿Y qué hará al respecto, teniente?—preguntó el oficial—, ¿pretende irse a dormir a ver si sueña las coordenadas para volver al punto de origen?
—Sí mi coronel—respondió instintivamente el teniente, arrepintiéndose casi en el acto de su arrebato.
—Bien, tiene tres horas de sueño para obtener esas coordenadas—dijo el coronel, para sorpresa del joven oficial—. Use esta misma cabina.

El teniente no entendía nada. Esa mañana había despertado algo mareado, sin lograr recordar lo que había soñado la noche anterior. El mareo se mantuvo mientras se duchaba y desayunaba; cuando fue al puente de mando de la nave, un irracional instinto lo hizo abalanzarse sobre el computador del navegante, introducir una serie de coordenadas, y luego acceder a la confirmación de las coordenadas por medio de una clave alfanumérica que sólo poseía el coronel, y que el teniente digitó automáticamente. Un par de segundos después la nave empezó un viaje que terminó fuera de un gran agujero de gusano, en una zona del espacio que no parecía ser parte del universo de origen de los viajeros. En cuanto el teniente terminó de digitar las coordenadas y autorizar el viaje, el mareo había desaparecido. Ahora se encontraba en la cabina privada del coronel, con órdenes de dormir y encontrar en tres horas el camino de vuelta a la base; sin más opciones por delante, el teniente se acostó y se dispuso a obedecer a su oficial.

El teniente despertó sobresaltado, habían pasado apenas quince minutos según el reloj de la cabina, pero sentía la necesidad de ir al puente de mando. Al levantarse, un inmenso mareo se apoderó de su cabeza, tal como en su primer despertar ese mismo día; al acercarse a la puerta vio que tenía una cerradura con lector biométrico de retina, probablemente programada para la retina del coronel. Instintivamente el joven oficial acercó su ojo izquierdo, y veinte segundos después, no sin antes sufrir extrañas puntadas en su ojo y hasta sentir crujidos dentro de éste, un sonido agudo le avisó de la apertura de la puerta.

En el puente de mando nadie entendía nada. El teniente había salido de la cabina sellada del coronel, sin que éste hubiera autorizado por medio de su ojo dicha salida, y sin inmutarse se dirigió a la misma computadora en que horas atrás había cambiado el destino de la nave y de todos sus ocupantes. Sin que nadie alcanzara a reaccionar, el teniente ingresó unas coordenadas, para luego autorizarlas con la clave de mando del coronel, la cual había sido reconfigurada apenas tres minutos antes. En apenas un par de minutos la nave había llegado a la entrada de otro agujero de gusano, que los atrapó en su campo gravitacional, y los catapultó de vuelta a su universo de origen, dejándolos en los alrededores del sistema planetario en que se encontraba su base de despegue.

En cuanto la nave se detuvo, el coronel sacó de la funda un arma paralizante, aturdiendo en el acto al teniente. Después de ordenar que lo llevaran a su cabina hasta que despertara, quedando a cargo de dos custodios, el coronel se dirigió a su privado, abrió la puerta con su retina, la cerró por dentro, y de inmediato le envió el mensaje al alto mando.

—Mi general, la misión terminó. El implante neuroviral del teniente está funcionando al cien por ciento, recibe las instrucciones a la velocidad adecuada, modifica sus parámetros biométricos según las necesidades de la misión, y no recuerda el proceso de recepción onírica. Sólo falta que su cerebro se adecúe al implante, pues se nota la marcha errática y el mareo aún presentes. En cuanto despierte lo enviaré de vuelta a la central, para empezar su entrenamiento avanzado. Fuera.

El coronel se reclinó en su asiento. Mientras bebía un vaso de whisky, intentaba pensar en alguna canción que lo ayudara a no escuchar los crujidos dentro de sus ojos, único problema al que no había logrado acostumbrarse.

miércoles, junio 03, 2015

Niño

El niño jugaba con las cuatro piezas de madera que le habían dejado en su caja de juguetes. Sin parecer nada, esos cuatro pedazos rectangulares habían capturado su atención, pese a que aparentemente fueron fabricados para no llamar la atención de un niño de poco más de tres años: no estaban pintados de ningún color, tampoco estaban lacados, no tenían sobre ni bajorrelieves que los hicieran atractivos, no tenían ningún dibujo en alguna de sus caras, y para peor, las espigas por las que se imbricaban y unían eran de formas bastante intrincadas y de un exiguo tamaño, lo que dificultaba manipularlas hasta para manos adultas diestras en el uso de piezas de madera. Luego de manosear las piezas, pasarlas por su boca, patearlas, lanzarlas contra la pared, y volver a pasarlas por su boca, el niño estaba sentado en el suelo con las cuatro piezas de madera frente a él, mirándolas casi embelesado.

Alrededor de él, la sala del jardín infantil bullía en gritos, carreras, risas, llantos, y una música que parecía hacer que los niños se mantuvieran en movimiento, al menos mientras sus sentidos no estuvieran capturados por algún juguete. Así, los pequeños corrían, se caían, se paraban, gritaban, se sentaban y se paraban, y cuando el cansancio los vencía, tomaban algún juguete y centraban su vida en el trofeo que tenían en sus manos. De tanto en tanto las tías del jardín debían mediar entre dos o más pequeños, cuando un mismo juguete quería ser usado y monopolizado por más de alguien a la vez: sólo la sagacidad de las educadoras lograba que alguna de las partes desistiera de su gusto y lo cambiara por otro juguete que estuviera desocupado, y al menos se pareciera en algo al original. Todo ello era indiferente al pequeño de los cuatro trozos de madera, quien no era molestado por nadie, pues nadie se interesaba en su peculiar entretención.

Después de la hora de la leche, había llegado la hora de dormir. Las tías ubicaron ordenadamente a los niños en sus reposeras para que durmieran la siesta que necesitaban para mantener el desarrollo adecuado a sus edades; cuando llegaron donde el pequeño, y vieron que luego de tomar su leche se dirigió de inmediato a estudiar detenidamente sus trozos de madera, decidieron dejarlo un rato hasta que lo venciera el cansancio, para en ese instante llevarlo a su reposera para cumplir la rutina de cada tarde. Ajeno a todo, el pequeño seguía mirando sus cuatro trozos de madera, como si nada más importara en el universo.

El niño se veía cansado. A esa hora de la tarde y luego de comer, el sueño arreciaba y le costaba mantener sus ojos abiertos. Lentamente el pequeño, que estaba sentado en el suelo, decidió empezar a recoger sus brazos y sus piernas, cosa que siempre hacían antes de quedarse dormido. De pronto volvió a mirar los cuatro trozos de madera, y un extraño brillo se apoderó de su mirada: sin pensarlo tomó los cuatro trozos, y en menos de cinco segundos fue capaz de unirlos perfectamente por las espigas que cada uno tenía en uno de sus extremos. El niño miró la cruz que formó, y antes de ser recogido por la tía que lo llevaría a su reposera, miró al cielo, y con los ojos llorosos dijo en voz baja:

—Padre amado, que nuevamente se haga tu voluntad, mas no la mía…