Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, diciembre 30, 2015

Guitarrista

Después de apretar por última vez la cuerda de acero, la tranquilidad volvía a apoderarse del alma del guitarrista, pues podría por fin volver a tocar, y hasta tal vez a componer.

El músico era el guitarrista de una afamada banda de jazz, que contaba con cerca de diez discos editados, y que por lo bajo hacía diez o doce tocatas menores y dos o tres espectáculos masivos al año, al menos uno de ellos fuera del país. El guitarrista era reconocido por su virtuosismo y su gran capacidad para improvisar, además de una gran calidez y empatía con el público, lo cual lo tenía en un sitial especial para sus admiradores.

Aquella tarde estaba en la sala de ensayos, trabajando el solo de una nueva canción. De pronto, la impetuosidad lo llevó a tensar demasiado el encordado, cortando la cuarta y quinta cuerdas, dejándolo en una suerte de estado de indefensión y desesperación, que lo hizo salir raudo del lugar a conseguir las cuerdas que necesitaba para seguir desarrollando su arte. 

El guitarrista caminaba casi desesperado por la calle, necesitaba sus cuerdas para poder seguir componiendo y no atrasar  las grabaciones del nuevo disco. De pronto una joven admiradora lo detuvo en la calle para saludarlo, felicitarlo, y pedirle un autógrafo, a lo que el guitarrista accedió de inmediato, cambiando ipso facto su semblante para no incomodar a la muchacha. Luego de conversar un par de minutos con ella, la invitó a tomar un café para seguir la conversación, a lo que la joven accedió de inmediato.

Después de apretar por última vez la cuerda de acero, la tranquilidad volvía a apoderarse del alma del guitarrista. El cuello de la muchacha no opuso mayor resistencia a la delgada pero poderosa cuerda, facilitando la labor del guitarrista, quien cargó el cuerpo hasta su automóvil que estaba a un par de metros de donde mató a la desdichada mujer. Una vez llegó a su casa bajó el cuerpo, lo dejó en la losa cerámica que tenía preparada, y sin contemplaciones abrió su abdomen y extrajo los intestinos de la muchacha: desde que descubrió que las cuerdas de intestino humano sonaban cientos de veces mejor que las de tripa de animal, alcanzó el sitial que merecía en la escena musical internacional.  

miércoles, diciembre 23, 2015

Semillas


Cuenta una vieja historia, salida del recuerdo de los sin memoria, que existe un pueblo rodeado de pequeñas granjas, donde vive una anciana hosca y silenciosa sin antepasados ni descendencia, que se niega a morir porque dice tener un trabajo que sólo ella puede llevar a cabo. El relato dice que la anciana es propietaria de una granja donde lanza semillas por doquier, sin importarle el destino de dichas semillas. Lo único que parece importarle es el origen y el cuidado mientras aún son semillas.

Cuenta la historia que la anciana en cada luna llena lleva un puñado de semillas escogidas al azar y lo deja sobre una mesita de piedra, donde la luna baña las semillas, y renueva el ciclo de la vida. A la mañana siguiente, la anciana lanza las semillas donde sea, y las deja crecer, morir, secarse o ser devoradas por las aves sin distingo ni preocupación alguna. Al siguiente día, la anciana emprende un viaje que dura veinticinco o veintiséis días, para alcanzar a volver antes de la luna llena venidera.



Cuentan que una vez llegó un forastero al pueblo, y al conocer la historia de la anciana, decidió desentrañar su secreto por simple curiosidad. El día que la anciana inició su travesía, el forastero empezó a seguirla a prudente distancia, para saber dónde iba y en qué consistía su viaje. Pese a las dificultades, el forastero logró seguirle la huella a la anciana, quien luego de ocho días llegó a una caverna de enorme entrada, pero que al parecer se achicaba cada vez más y más, hasta apenas dar cabida a un humano de talla normal y un animal de carga. El forastero debió utilizar todos los recovecos y salientes de roca de la cueva para no ser descubierto, y lograr acceder al secreto destino de la anciana. A los cuatro días de marcha dentro de la cueva la anciana se detuvo y se sentó a esperar, justo frente a un sector en que la cueva parecía crecer enormemente de tamaño.



El forastero miraba en silencio y a prudente distancia a la anciana, quien no parecía tener apuro alguno. De pronto un leve temblor se dejó sentir, que con el paso de los segundos empezó a aumentar de intensidad, acompañado de un bramido que nacía de las entrañas de la roca, y que a ratos parecía generar el temblor. Cuando la intensidad llegó al máximo, una sombra de forma humanoide apareció frente a la anciana, quien traía consigo un grupo de entre cincuenta y cien presencias opacas que parecían mirar al suelo con pena y desesperación. En ese instante la anciana lanzó al suelo un puñado de semillas: desde ese momento en más, las presencias opacas abrieron sus bocas en un grito silencioso, siendo capturadas todas y cada una en cada semilla en el suelo. Una vez hubo terminado el proceso, el demonio dio la vuelta y volvió a las entrañas del infierno, mientras la anciana guardaba una a una las semillas con las almas de los pecadores que en trece o catorce días encarnarían en plantas o aves, para cumplir la fase final de su castigo y poder empezar a encaminarse al juicio final.



Ah cierto, el forastero… dicen en el pueblo que nunca más supieron de él; obviamente después de ver lo que vio, no quería saber del destino de cada una de las semillas. Además, tenía que encontrar luego un computador para escribirles el cuento…

miércoles, diciembre 09, 2015

Leñador

El joven leñador golpeaba con furia el delgado tronco del árbol con el filo de su hacha. Pese a su juventud, sus medios, y la tecnología de la industria maderera, no había modo que dejara de lado su querida hacha de acero templado, que mantenía perfectamente afilada gracias a una vieja piedra de afilar, que tal como su herramienta, era una preciada herencia familiar. El sentir en todo su cuerpo la vibración al golpear el tronco y ver como a cada impacto éste se debilitaba más y más, le provocaba una suerte de placer que no era capaz de entender ni interpretar, pero sí gozar.

El joven leñador venía de una familia tradicional, bien constituida, con valores claros, y con una larga historia en la industria maderera. El joven había recibido de parte de su padre una pequeña empresa con terrenos para la explotación forestal, un aserradero medianamente moderno, y una cartera adecuada de clientes para que se forjara un nombre y cuando correspondiera, se hiciera cargo de todo el resto de las empresas madereras de la familia; por su parte su madre le había enseñado a ahorrar, a no rehuir el trabajo, a ser honesto, sincero, y a no maltratar a las personas, en especial a las mujeres. Así, pese a no necesitar estar vigilando in situ el desarrollo de su empresa, ni menos trabajar como uno más de los empleados, entendía que ese esfuerzo redundaría en un futuro en que nadie podría sacarle nada en cara, ni menos engañarlo respecto de cómo hacer el trabajo.

Esa noche el joven viajó a la ciudad, pues necesitaba hablar de cualquier cosa menos trabajo, y agradecería la compañía de una mujer al menos por algunas horas. No pasaron más de diez minutos en el bar, para que una muchacha joven se acercara a él a conversar de nada. Una hora después ambos jóvenes llegaron al departamento del leñador, a seguir bebiendo y satisfacer más tarde sus instintos carnales.

La muchacha despertó sobresaltada, y totalmente paralizada. Recordaba todo lo sucedido, y dentro de ello no se había percatado si es que su vaso o su trago tenía alguna droga, cosa por lo demás innecesaria, pues el joven que la había invitado era bastante atractivo y generoso, por lo que fue por su propia voluntad con él. A la muchacha le costaba entender por qué estaba de pie y paralizada, sin tener control alguno de su realidad, en un lugar en medio de la naturaleza al despuntar el alba. De pronto sintió una extraña sensación a unos dos o tres metros de distancia: justo en ese lugar había una presencia bajo tierra, que ella sentía demasiado cercana a su esencia. De un momento a otro, el joven apareció ataviado con un grueso pantalón con suspensores, y un hacha en sus manos, y sin mediar provocación, empezó a golpearla brutalmente, hasta hacerla caer al suelo y dejarla morir sin miramientos. El joven leñador había cumplido como siempre con las enseñanzas de su madre, de no dañar a las personas y en especial a las mujeres, pero satisfaciendo su instinto asesino: luego de tener sexo con la muchacha y que ésta se quedara dormida, usó el conjuro grabado en la hoja del hacha para traspasar el alma de la mujer del cuerpo a un árbol, para luego sepultar el cuerpo de la muchacha sin daño alguno.

jueves, diciembre 03, 2015

La Explanada de los Pendientes

La Muerte avanzaba temerosa por la vasta explanada que recibía las almas tocadas por su fría mano. Era la primera vez que deambulaba entre quienes había tenido que hacer abandonar sus cuerpos, y pese a que sabía que ninguna le guardaba rencor, sentía que al menos todas creían haber dejado algo pendiente mientras se cobijaban en sus continentes físicos. Era por ello que dicho lugar era conocido como la Explanada de los Pendientes.

La Muerte se movía lentamente, tropezando cada dos o tres pasos con la incertidumbre. Quienes la veían recorrer el lugar, podían pensar que estuviera buscando a alguien, cosa imposible pues en ese lugar todas ya habían sido encontradas, pues nadie que no hubiera muerto podía existir en dicho plano. Así, mientras el inexistente tiempo seguía pasando inexorablemente, la Muerte se movía lenta pero consistentemente por la Explanada de los Pendientes.

De improviso y de la nada, lo que todos suponían y soñaban, sucedió. Una de las almas se acercó a la Muerte, y la increpó por haber cortado su camino cuando apenas contaba quince años; era la pena la que ponía palabras en su boca, que intentaban buscar una respuesta a una pregunta que nadie debía hacer, pues la Muerte sólo era quien cumplía los designios de la última página del libro de la vida de cada alma. Mas esa alma gatilló la esperable reacción en cadena, haciendo que cada cual reclamara lo que sentía: que la llevaron muy temprano, que la llevaron muy tarde, que la dejaron sufrir, que no la dejaron vivir, que dejó seres amados en vida, que pasó sin dejar huella por la existencia. Primero de a poco, luego agolpadas, finalmente todas en conjunto presionaron más y más por hacer sentir sus frustraciones a la Muerte, como chivo expiatorio de una ley superior dictada desde siempre.

Luego de un tiempo inexistente, las almas empezaron a reaccionar, y a dejar de presionar. Lentamente se alejaron de donde estaba la Muerte, para dejarla seguir su rumbo y labor, pues ya habían saciado su sed de desahogo. Mas mientras se alejaban del lugar, nadie divisaba a la depositaria de los reclamos, y mientras algunas temían que la Muerte hubiera dejado de existir, otras pensaban que se había desvanecido en busca de la seguridad necesaria para seguir cumpliendo su cometido. Una vez que todas las almas se esparcieron por la explanada, no quedó rastro alguno de la Muerte.

Acto seguido, una poderosa presencia se hizo sentir en uno de los altos que rodeaban la explanada; era la Muerte, intacta, tan temerosa como se veía antes de aventurarse a caminar entre las almas que le había tocado llevar a ese destino. De pronto una potencia se apoderó de su esencia, en forma de armadura opaca que la cubría de pies a cabeza, y que parecía multiplicar el poder que ya se sentía superior en su previa aparición. Tarde las almas se dieron cuenta que no era la Muerte, sino el Ángel de la Muerte, quien había paseado entre ellas; tarde supieron que el nombre Explanada de los Pendientes no se refería a que creían haber dejado algo inconcluso en sus vidas físicas, sino a que sus esencias pendían del hilo de la muerte segunda, aquella que borraba del libro de la vida a las almas que no merecían trascender ni al bien ni al mal. Al mostrar su rencor en un estado elevado de conciencia, demostraron que estaban de más en el orden del bien y del mal, y que el tiempo inexistente se les había acabado. Con un breve y eterno parpadeo, el Ángel de la Muerte arrasó con todas las presencias que se hallaban ante sí, dejando por algún tiempo la Explanada sin pendientes.