Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, enero 20, 2016

Laboratorio

La tensión se percibía en el aire en el laboratorio de biotecnología. Genetistas, botánicos, bioquímicos, y hasta un físico teórico esperaban los resultados del experimento más importante para el futuro de la humanidad. Luego de décadas de pruebas y errores, estaban a las puertas de un logro casi impensable: acabar con el hambre en el planeta.

El laboratorio de biotecnología había conseguido el concurso desinteresado de decenas de profesionales de fama mundial, convocándolos para intentar modificar el código genético de un cereal, para lograr una semilla de rápido crecimiento, que requiriera un mínimo de nutrientes y agua, que fuera resistente a las temperaturas extremas y a los cambios violentos de temperatura, y que sus productos no aumentaran la incidencia de enfermedades genéticas en quienes las consumieran. El objetivo inicial del trabajo fue lograr un producto que permitiera su reproducción en gravedad cero, para ser llevado por los nuevos viajeros espaciales de largo aliento; sin embargo el accionista mayoritario vio la posibilidad de purgar todos los pecados que creía haber cometido, y los delitos que efectivamente había ocultado, y dejarle un legado a la humanidad que perpetuara su nombre y el de su familia. Así, el laboratorio puso todas sus dependencias a disposición de los mejores científicos del planeta para desarrollar el proyecto, y una vez que el resultado fuera probado y lograra poner en boca de los más pobres un alimento nutritivo y de crecimiento casi espontáneo, harían las gestiones para vender la idea a los gobiernos y empresas privadas que trabajaban en exploración espacial, para así pagar sus honorarios y recuperar la inversión en tiempo e insumos.

A través del grueso vidrio templado de seguridad, la plana mayor del laboratorio, el accionista mayoritario, su familia directa y todos los científicos involucrados en el diseño y desarrollo del proyecto miraban cómo uno de los empleados de la compañía, ataviado con un llamativo traje de seguridad con circulación de aire y suministro de oxígeno manipulaba con delicadeza un pequeño contenedor. Luego de ingresar en el teclado de seguridad una clave de 8 dígitos, la pequeña caja se abrió, dejando ver sobre una especie de superficie blanca acolchada, diez semillas que se veían completamente normales, salvo por una tenue capa blanquecino transparente que las cubría, con una distribución absolutamente azarosa. Los grandes guantes de seguridad le impidieron manipular las diez pequeñas semillas, por lo que pidió autorización para quedar sólo con los guantes de látex delgado que llevaba bajo ellos: luego que todos los sensores mostraran que nada había peligroso en el ambiente, se autorizó el procedimiento, y por fin el empleado pudo sacar de a una las semillas del contenedor, y colocar las diez recipientes separados, que contenían tierras yermas de los diez sitios más inhóspitos del planeta, para probar las capacidades de las semillas.

Un par de minutos después el empleado había salido de la sala donde se estaba llevando a cabo el desarrollo de la prueba. No habían pasado cinco minutos cuando los sensores detectaron actividad en los diez recipientes, y las cámaras mostraron incipientes brotes creciendo sobre la superficie de los recipientes. Justo cuando se escuchaban las primeras manifestaciones de júbilo, un grito en la habitación de al lado hizo a todos dirigirse al lugar para saber qué había pasado: en el suelo yacía el cuerpo del empleado, aún ataviado con su traje y guantes. Desde su tórax y en todas direcciones salían ramas y raíces ensangrentadas que atravesaban sus costillas desde el interior de sus pulmones: el ambiente húmedo del aparato respiratorio había servido como acelerador del proceso de crecimiento de las semillas, que habían desarrollado un método de reproducción explosiva durante la manipulación genética. La capa blanquecina que las cubría no era más que esporas, que viajaban por el viento y permitirían a las plantas viajar más rápido, a mayores distancias, y reproducirse a mayor velocidad. La carga de esporas pegadas a sus guantes logró sobrevivir a todas las medidas de aseo a la salida del laboratorio, viajando por el aire a sus pulmones. Ahora su cuerpo yacía inerte en el piso, mientras de su tórax seguían creciendo ramas que en breves minutos darían paso a los granos de cereal que buscaban salvar a la humanidad de la hambruna; al mismo tiempo, millones de esporas se liberaban desde las hojas de la planta, siendo aspiradas por todos los presentes en el lugar. De improviso, la hija menor del accionista mayoritario de la empresa empezó a toser sin parar.  

miércoles, enero 13, 2016

Nacimiento

Solsticio de invierno, cuatro de la mañana. La lluvia arreciaba con violencia hacía ya tres días, erosionando la tierra y dejando las raíces de los grandes árboles al descubierto, haciéndolos parecer grandes arañas durante el día, y convirtiéndose en una peligrosa trampa durante la noche.

Una mujer gritaba en la oscuridad, en medio del trabajo de parto. Su hijo había decidido nacer ese día a esa hora y en ese lugar, y a ella sólo le quedaba facilitar su llegada al mundo después de protegerlo nueve meses dentro de su matriz. Su cuerpo semidesnudo empapado en la fría tempestad temblaba con cada ráfaga de viento y con cada contracción, haciéndola sentir cada vez más vulnerable e incapaz de cumplir con la naturaleza. De pronto una violenta contracción que casi le hizo perder el conocimiento, le dio la señal.

Quince minutos más tarde, la mujer había terminado de parir. Luego de cortar el cordón umbilical y ligarlo con una amarra de algodón trenzado, y una vez terminada de alumbrar la placenta, la mujer le dio un beso en la frente al recién nacido y lo dejó botado en medio de las raíces del árbol que le había servido bien, para alejarse para siempre del pequeño y tratar de olvidar los últimos diez meses de su vida.

El recién nacido no lloraba. Su frágil cuerpo parecía no tener las fuerzas suficientes como para llorar, o su pequeña mente ya se había dado cuenta que nadie escucharía su llanto, por lo que era inútil malgastar sus escasas fuerzas en pedir lo que no recibiría. Apenas un día después de haber nacido su vida se extinguió, quedando su cuerpo encerrado en la maraña de raíces del árbol, las que impidieron que sus restos pudieran ser devorados por animales salvajes.

Un año después, al siguiente solsticio de invierno, nada había cambiado. La naturaleza seguía su curso, y el clima no parecía dar tregua a nada ni a nadie. Del mismo modo, los habitantes de ese lado del mundo seguían con sus mismos hábitos y costumbres, tan inalterables como el paso del día a la noche, y de la noche al día.

Esa noche, la misma mujer que había parido un año atrás estaba nuevamente en trabajo de parto a los pies del mismo árbol. Las lecciones que la vida le había dado parecían no haber logrado cambio alguno en su realidad, y ahora estaba presta a repetir el ciclo que estaba terminando y empezando esa noche. Sin el más mínimo remordimiento la mujer se tomó de la misma rama que se había tomado el año anterior para pujar y parir.

La mujer se sentía extremadamente cansada, y no sabía si iba a ser capaz de terminar el trabajo de parto. A cada instante le costaba más y más respirar, y sentía que la vida se le iba en cada contracción. De pronto sintió que el aire no pasaba por su garganta: tarde se dio cuenta que una de las ramas del árbol se había enrollado en su cuello, y a cada instante apretaba más y más. El alma de su primer hijo, que ahora residía en el árbol, se estaba encargando de cobrar venganza, y se encargaría de dejar el cuerpo de la mujer colgando para nutrir mientras se pudiera a su hermano que estaba por nacer. Ahora sólo bastaba convencer a alguna loba de usar el cadáver de la mujer para alimentarse, a cambio de leche y protección para el inocente recién nacido.

miércoles, enero 06, 2016

Elegidos

En el subterráneo el ambiente era insoportable. Treinta metros bajo tierra y sin nada que hiciera circular el aire, los olores se acumulaban de modo tal que era casi imposible sobrevivir sin vomitar al menos una vez. Los elegidos usaban la vieja técnica de aspirar fuerte una vez al llegar, para que el olfato se acostumbrara lo antes posible; luego de las náuseas y el vómito, estaban listos para seguir descendiendo hacia su destino.

Diez metros más abajo estaba el laboratorio. Un hombre de cabello entrecano, rostro cansado,  larga y sucia barba de indescifrable color y mirada perdida, recibía a los elegidos cubierto con una pechera de goma sobre un entero que alguna vez pudo haber sido blanquecino. El hombre los hacía desnudarse en cuanto llegaban; luego de todo lo que habían vivido, el pudor no existía entre aquellos hombres y mujeres llamados a cumplir la extraña e incomprensible función que había empezado a hacer ruido en sus cabezas un año antes, que había acabado con la vida y la cordura de nueve de cada diez iniciados, y que había terminado con ellos un año después, cuarenta metros bajo tierra, desnudos frente a alguien que parecía carnicero, pero que bien podría ser el científico más grande de la humanidad, y el líder espiritual del incierto futuro que amenazaba con aplastarlos en cualquier momento.

Cada elegido traía un morral de tamaño mediano, impermeable, que sujetaban con nerviosismo al lado de sus cuerpos temblorosos. A una señal del hombre que los recibió, todos abrieron sus bolsos, dejando caer sus contenidos al suelo. Frente a cada elegido había ahora el cuerpo agonizante de un bebé de pocos días de vida: instintivamente los elegidos recogieron los cuerpos de los bebés, acunándolos quizás por única vez en sus vidas, al tiempo que empezaron a moverse hasta quedar emparejados hombre y mujer uno al lado de quien hubiera sido su incidental pareja nueve meses antes.

El monje científico miraba con desdén a las parejas de elegidos de pie, con sus parejas de gemelos en brazos, uno al lado del otro tratando de ser familia durante los pocos minutos de vida como la conocían que les quedaban, y rogaba a esa entidad incomprensible y poco razonable que había plantado aquella función en las cabezas de los iniciados, por que el resultado de sus actos creara la simiente de un futuro mejor. Antes de empezar a razonar y a tener pensamientos propios, tomó una bolsa enorme y entregó a cada elegido un instrumento formado por dos cuchillos de porcelana de doble filo bañados en oro, y una bola de porcelana bañada en el mismo metal precioso, que unía ambos cuchillos por medio de un cable formado por hilos de oro gracias a nudos sujetos por pequeñas abrazaderas metálicas reforzadas por puntos de soldadura. Una vez que todos tuvieron sus instrumentos, el monje científico se acercó a un generador que encendió, quedando al lado de una palanca interruptora abierta. En pocos segundos más cerraría el circuito, luego que cada cual hiciese lo que debía hacer. El generador empezó a hacer un extraño ruido, y de pronto una gran esfera metálica colocada por encima de todos empezó a cargarse de electricidad y a disparar pequeños destellos como rayos en una tormenta eléctrica. Había llegado el momento.

Casi al mismo tiempo, cada elegido tomó una de las hojas y la enterró en la nuca del hijo que tenía en brazos, sin que se dejara oír quejido ni llanto alguno por parte de los bebés. Acto seguido, y sin soltar los bebés, cada elegido tomó la hoja al otro extremo del cable, y sin mediar aviso ni duda, las clavaron en sus propios cuellos, justo sobre sus esternones; en ese momento, el monje científico cerró el circuito, y los pequeños destellos de la esfera metálica se transformaron en un solo y gran rayo que se dirigió de inmediato a la esfera bañada en oro más cercana, para en una fracción de segundo recorrerlas todas y volver por el otro polo a la esfera de origen: luego de algunos segundos de descarga eléctrica, el circuito se abrió quedando la habitación en silencio y oscuridad.

Dos horas más tarde los elegidos salían del céntrico edificio de oficinas que hacía de pantalla al santuario laboratorio subterráneo, ataviados con elegantes tenidas formales, y conversando animadamente como si vinieran saliendo del cierre de algún seminario o convención. Nada podía perturbar sus almas en esos momentos, pues por fin estaban completas: ellos habían nacido con sus esencias desarrolladas del todo en el aspecto racional, pero sin ninguna capacidad emocional ni espiritual. Al parir gemelos que portaban el complemento faltante y fusionar esas almas a las incompletas suyas, habían logrado la perfección en vida, y ahora podían dedicarse a forjar las bases para un mañana mejor para la humanidad. Cuarenta metros más abajo, el monje científico y sus colaboradores lanzaban los cuerpos inertes de los bebés a grandes hornos para disponer de sus restos: en esos instantes, la mitad espiritual de su alma rezaba una oración para que dichos cuerpos sirvieran como una suerte de ofrenda a quien hubiera ideado dicho plan, mientras su mitad racional apuraba el fuego para terminar rápido y empezar a monitorizar a los elegidos.