La
adolescente modelaba frente al espejo la ropa con la que saldría al
supermercado esa tarde con su madre. Su progenitora miraba con
curiosidad y hasta con risa la preocupación que ponía la muchacha
en cada detalle de su presentación personal en público: la mujer
aún recordaba que a la edad que tenía su hija ella era una rebelde
descuidada y desordenada, que jamás se preocupaba de la ropa ni del
peinado para salir a la calle. A veces se preguntaba a quién había
salido la pequeña, y la respuesta era una sola: su abuela paterna
había pertenecido a la aristocracia en su juventud, y había
aprendido todas esas costumbres a temprana edad, y se las había
heredado a su nieta, quien sin embargo nunca la conoció pues la
señora había fallecido cuando su padre había cumplido quince años,
unos diez años antes de engendrarla.
La
muchacha caminaba de la mano de su madre, al entrar al supermercado
la niña se soltó de la mano para mirar su reflejo en la vitrina y
asegurarse de estar presentable; la mujer miró a su hija, sonrió y
caminó delante de ella para dejar que la muchacha hiciera lo que
sintiera. Diez segundos más tarde sintió la pequeña mano de su
hija nuevamente sujetando la suya. Ambas mujeres siguieron caminando
de la mano buscando las cosas de la lista de compras.
Al
llegar a la panadería había una suerte de barullo, mucha gente
mirando hacia las góndolas con pan, dos guardias del supermercado en
el lugar y una voz vieja y cansada vociferando algo casi
ininteligible. Madre e hija asomaron sus cabezas y vieron a un
anciano que parecía tener más años que el mundo, pulcramente
vestido, reclamando por la temperatura del pan que le humedecía la
bolsa plástica, y exigiendo que le trajeran bolsas de papel. Los
guardias con toda paciencia le explicaban que no tenían, lo que
parecía enrabiar cada vez más al anciano. De pronto la niña soltó
la mano de su madre y se acercó al lugar.
El
anciano seguía reclamando con la voz más alta que podía; de pronto
sintió una pequeña mano tomando la suya. Al girarse a mirar vio los
ojos de la pequeña fijos en los suyos; el hombre guardó silencio,
soltó la bolsa plástica de pan y se fundió en un abrazo eterno con
la pequeña. La madre y el resto de los compradores no entendían
nada; sin embargo el hombre reconoció de inmediato a su hermana
fallecida veinticinco años atrás en el cuerpo de la pequeña, y la
niña reconoció a su hermano el gruñón que dejó de ver el día
que falleció, pero que trajo en su memoria a su nueva encarnación.