El
hombre veía sombras por doquier. Hacía tiempo ya que estaba con esa
extraña sensación de no estar nunca solo, y de que algo o alguien
sin cuerpo lo protegía. El cura le dijo que era su ángel de la
guarda, la señora de la verdurería le dijo que tenía mal de ojo, y
el almacenero le dijo que estaba loco, que su hermano había empezado
igual y había terminado asesinando a su madre (quien por lo demás
trabajaba en el mismo almacén). El hombre había intentado buscar
respuestas, pero al final se había aburrido y simplemente se dejaba
llevar por ese algo que no le importunaba la vida.
Esa
tarde el hombre decidió irse caminando a su casa, pues necesitaba
relajarse luego de una jornada de discusiones sin fin con sus
compañeros de trabajo. La caminata le era agradable, pues por el
lado del camino había un enorme parque lleno de árboles y fauna
urbana que adornaba el lugar; luego de dos cuadras caminando por el
pavimento decidió cruzar la calle e irse por esa isla de naturaleza
en medio de la urbe.
Quince
minutos más tarde había un grupo de hombres bebiendo en medio del
parque, por lo que el hombre decidió alejarse de ellos; sin embargo
al verlo los hombres se pusieron de pie y lo rodearon. Antes de
empezar a golpearlo le gritaron que lo que le pasaría se lo había
ganado por hacer pasar un mal rato a sus compañeros de trabajo. El
hombre sólo atinó a agacharse, cerrar los ojos y esperar a que todo
terminara rápido; sin embargo durante toda la golpiza no sintió
nada. Luego de cinco minutos golpeándolo, los hombres terminaron
cansados, sudados y adoloridos; el hombre mientras tanto simplemente
se enderezó y siguió su marcha, sin entender bien qué era lo que
había pasado.
A
la mañana siguiente el jefe estaba en la puerta de la oficina; al
verlo se sorprendió, pues era el único que había llegado. Al
preguntar por sus compañeros, el jefe le dijo que todos habían
terminado en sendos servicios de urgencia luego de recibir brutales
golpizas de golpeadores invisibles, pues todos los testigos
concordaban en que los moretones aparecieron de la nada en rostros y
cuerpos de las víctimas, quienes llegaron a las urgencias con
narices quebradas y dientes sueltos, sin agresores identificados.
Esa
tarde el hombre pasó a ver a su abuela materna, señora de ciento un
años, con todo el peso de la vida en su espalda por lo encorvada que
la tenía. En cuanto lo vio la anciana abrazó al hombre, metió su
mano en la pretina del pantalón, como lo hacía desde que el hombre
tenía uso de razón. En cuanto la anciana se dio cuenta que aún
seguía en el lugar el amuleto que cargaba las almas que protegían
al hombre se tranquilizó: al parecer la agresión no había sido tan
grande como para perder a sus guardianes, por lo que no era necesario
renovarlos otra vez.