En la efímera oscuridad de la madrugada
y cubierto por un manto de escarcha, el pasto del parque parecía estar listo
para hundirse y crujir bajo las pisadas de los deportistas y trabajadores que
debían empezar a aparecer en cualquier momento. De pronto de la nada y sin
motivo aparente, una presencia comenzó a materializarse a los pies de un viejo
sauce llorón, dejándose ver una especie de pequeño fauno cuyas pezuñas
quebraron la delgada capa de hielo y se hundieron en el frío terreno húmedo del
parque.
El fauno no entendía por qué estaba en
ese lugar. Su último recuerdo era de una idílica y templada campiña plena de
seres extraordinarios para el común de los seres, que interactuaban entre ellos
y con el entorno sin prejuicios, distinciones ni mayores preocupaciones. Ahora,
y luego de una extraña bruma que apareció y lo envolvió de la nada, se
encontraba muerto de frío en un lugar con algo de una naturaleza
convenientemente distribuida, rodeado por todos lados de caminos muy lisos, por
donde transitaban carros sin animales que los tiraran, trasladando faunos de
piel clara, sin cuernos ni vellos, con vestimentas raras y rostros ariscos.
El fauno miraba desconcertado a todos
lados, tratando de entender qué había sucedido, y cómo podía encontrar el
camino de vuelta a casa. La desesperación empezó a hacer presa de él al ver que
a cada instante aparecían más y más seres que se quedaban mirándolo por algunos
segundos sin dirigirle la palabra; algunos de ellos sacaban de entre sus vestimentas
rectángulos que apuntaban en su dirección, y que luego de destellar una pequeña
luz como de estrella fugaz, volvían a su oscuridad inicial dejando satisfechos
a sus dueños quienes de inmediato seguían sus caminos. Después de algunos
minutos de buscar los ojos de quienes lo miraban, y sin lograr que nadie
pareciera querer dirigirle la palabra, vio a una muchacha cubierta con ropas de
colores, que parecía un hada sin alas a los pies del sauce llorón, quien tenía
fija su mirada en la de él, y que tampoco parecía querer dirigirle la palabra.
El fauno se acercó lentamente a la
muchacha, quien no dejaba de mirarlo a los ojos. De pronto ella levantó un
libro que llevaba en su mano izquierda y empezó a leer en voz baja algunos
párrafos; en la medida que avanzaba en la lectura, su expresión de alegría
cambiaba lentamente a decepción, para luego terminar en una rigidez facial
incomprensible e intimidante. La muchacha entonces buscó hacia el final del
libro hasta encontrar los párrafos que necesitaba, para después meter la mano
derecha entre sus vestimentas y sacar una larga y filosa daga.
El fauno palideció al ver el arma en
manos de la muchacha, quien sin inmutarse cerró los ojos y empezó a recitar en
voz alta los párrafos que había leído, mientras parecía danzar con la daga
describiendo amplios arcos hacia los cuatro puntos cardinales, el cielo y la
tierra. De pronto el fauno vio aparecer en torno suyo la misma bruma que lo
había trasladado de su hogar a ese extraño lugar: la esperanza de volver a su
realidad se desvaneció junto con la bruma, al verse en una nada oscura y
dolorosa que parecía no tener principio ni fin. La muchacha terminó de danzar
el conjuro para enviar al fauno al infierno como ofrenda por su error, y releyó
tres veces el conjuro inicial hasta darse cuenta de la palabra mal pronunciada
que le había hecho perder tiempo y postergar su tan anhelado pacto con la
oscuridad.