La tensión se percibía en el aire en el laboratorio de biotecnología.
Genetistas, botánicos, bioquímicos, y hasta un físico teórico esperaban los
resultados del experimento más importante para el futuro de la humanidad. Luego
de décadas de pruebas y errores, estaban a las puertas de un logro casi
impensable: acabar con el hambre en el planeta.
El laboratorio de biotecnología había conseguido el concurso
desinteresado de decenas de profesionales de fama mundial, convocándolos para
intentar modificar el código genético de un cereal, para lograr una semilla de
rápido crecimiento, que requiriera un mínimo de nutrientes y agua, que fuera
resistente a las temperaturas extremas y a los cambios violentos de
temperatura, y que sus productos no aumentaran la incidencia de enfermedades
genéticas en quienes las consumieran. El objetivo inicial del trabajo fue
lograr un producto que permitiera su reproducción en gravedad cero, para ser
llevado por los nuevos viajeros espaciales de largo aliento; sin embargo el
accionista mayoritario vio la posibilidad de purgar todos los pecados que creía
haber cometido, y los delitos que efectivamente había ocultado, y dejarle un
legado a la humanidad que perpetuara su nombre y el de su familia. Así, el
laboratorio puso todas sus dependencias a disposición de los mejores
científicos del planeta para desarrollar el proyecto, y una vez que el
resultado fuera probado y lograra poner en boca de los más pobres un alimento
nutritivo y de crecimiento casi espontáneo, harían las gestiones para vender la
idea a los gobiernos y empresas privadas que trabajaban en exploración
espacial, para así pagar sus honorarios y recuperar la inversión en tiempo e
insumos.
A través del grueso vidrio templado de seguridad, la plana mayor del
laboratorio, el accionista mayoritario, su familia directa y todos los
científicos involucrados en el diseño y desarrollo del proyecto miraban cómo
uno de los empleados de la compañía, ataviado con un llamativo traje de
seguridad con circulación de aire y suministro de oxígeno manipulaba con
delicadeza un pequeño contenedor. Luego de ingresar en el teclado de seguridad
una clave de 8 dígitos, la pequeña caja se abrió, dejando ver sobre una especie
de superficie blanca acolchada, diez semillas que se veían completamente
normales, salvo por una tenue capa blanquecino transparente que las cubría, con
una distribución absolutamente azarosa. Los grandes guantes de seguridad le
impidieron manipular las diez pequeñas semillas, por lo que pidió autorización
para quedar sólo con los guantes de látex delgado que llevaba bajo ellos: luego
que todos los sensores mostraran que nada había peligroso en el ambiente, se
autorizó el procedimiento, y por fin el empleado pudo sacar de a una las
semillas del contenedor, y colocar las diez recipientes separados, que
contenían tierras yermas de los diez sitios más inhóspitos del planeta, para
probar las capacidades de las semillas.
Un par de minutos después el empleado había salido de la sala donde se
estaba llevando a cabo el desarrollo de la prueba. No habían pasado cinco
minutos cuando los sensores detectaron actividad en los diez recipientes, y las
cámaras mostraron incipientes brotes creciendo sobre la superficie de los
recipientes. Justo cuando se escuchaban las primeras manifestaciones de júbilo,
un grito en la habitación de al lado hizo a todos dirigirse al lugar para saber
qué había pasado: en el suelo yacía el cuerpo del empleado, aún ataviado con su
traje y guantes. Desde su tórax y en todas direcciones salían ramas y raíces ensangrentadas
que atravesaban sus costillas desde el interior de sus pulmones: el ambiente
húmedo del aparato respiratorio había servido como acelerador del proceso de
crecimiento de las semillas, que habían desarrollado un método de reproducción
explosiva durante la manipulación genética. La capa blanquecina que las cubría
no era más que esporas, que viajaban por el viento y permitirían a las plantas
viajar más rápido, a mayores distancias, y reproducirse a mayor velocidad. La
carga de esporas pegadas a sus guantes logró sobrevivir a todas las medidas de
aseo a la salida del laboratorio, viajando por el aire a sus pulmones. Ahora su
cuerpo yacía inerte en el piso, mientras de su tórax seguían creciendo ramas
que en breves minutos darían paso a los granos de cereal que buscaban salvar a
la humanidad de la hambruna; al mismo tiempo, millones de esporas se liberaban
desde las hojas de la planta, siendo aspiradas por todos los presentes en el
lugar. De improviso, la hija menor del accionista mayoritario de la empresa
empezó a toser sin parar.