Solsticio de invierno, cuatro de la mañana. La lluvia arreciaba con
violencia hacía ya tres días, erosionando la tierra y dejando las raíces de los
grandes árboles al descubierto, haciéndolos parecer grandes arañas durante el
día, y convirtiéndose en una peligrosa trampa durante la noche.
Una mujer gritaba en la oscuridad, en medio del trabajo de parto. Su
hijo había decidido nacer ese día a esa hora y en ese lugar, y a ella sólo le quedaba
facilitar su llegada al mundo después de protegerlo nueve meses dentro de su matriz.
Su cuerpo semidesnudo empapado en la fría tempestad temblaba con cada ráfaga de
viento y con cada contracción, haciéndola sentir cada vez más vulnerable e
incapaz de cumplir con la naturaleza. De pronto una violenta contracción que
casi le hizo perder el conocimiento, le dio la señal.
Quince minutos más tarde, la mujer había terminado de parir. Luego de
cortar el cordón umbilical y ligarlo con una amarra de algodón trenzado, y una
vez terminada de alumbrar la placenta, la mujer le dio un beso en la frente al
recién nacido y lo dejó botado en medio de las raíces del árbol que le había
servido bien, para alejarse para siempre del pequeño y tratar de olvidar los últimos
diez meses de su vida.
El recién nacido no lloraba. Su frágil cuerpo parecía no tener las
fuerzas suficientes como para llorar, o su pequeña mente ya se había dado
cuenta que nadie escucharía su llanto, por lo que era inútil malgastar sus
escasas fuerzas en pedir lo que no recibiría. Apenas un día después de haber
nacido su vida se extinguió, quedando su cuerpo encerrado en la maraña de
raíces del árbol, las que impidieron que sus restos pudieran ser devorados por
animales salvajes.
Un año después, al siguiente solsticio de invierno, nada había
cambiado. La naturaleza seguía su curso, y el clima no parecía dar tregua a
nada ni a nadie. Del mismo modo, los habitantes de ese lado del mundo seguían
con sus mismos hábitos y costumbres, tan inalterables como el paso del día a la
noche, y de la noche al día.
Esa noche, la misma mujer que había parido un año atrás estaba
nuevamente en trabajo de parto a los pies del mismo árbol. Las lecciones que la
vida le había dado parecían no haber logrado cambio alguno en su realidad, y
ahora estaba presta a repetir el ciclo que estaba terminando y empezando esa
noche. Sin el más mínimo remordimiento la mujer se tomó de la misma rama que se
había tomado el año anterior para pujar y parir.
La mujer se sentía extremadamente cansada, y no sabía si iba a ser
capaz de terminar el trabajo de parto. A cada instante le costaba más y más
respirar, y sentía que la vida se le iba en cada contracción. De pronto sintió
que el aire no pasaba por su garganta: tarde se dio cuenta que una de las ramas
del árbol se había enrollado en su cuello, y a cada instante apretaba más y
más. El alma de su primer hijo, que ahora residía en el árbol, se estaba
encargando de cobrar venganza, y se encargaría de dejar el cuerpo de la mujer
colgando para nutrir mientras se pudiera a su hermano que estaba por nacer.
Ahora sólo bastaba convencer a alguna loba de usar el cadáver de la mujer para
alimentarse, a cambio de leche y protección para el inocente recién nacido.