Macarena miraba con tristeza a través de
la ventana de la sala de estar de su casa. Aquella mañana sería tal vez la
última de su existencia en su hogar, por lo que debía aprovecharla al máximo.
Fuera de la reja aún quedaban algunos carteles de protesta de los grupos que
luchaban por la preservación del patrimonio de la ciudad, que no habían sido
capaces de revertir la última orden judicial. La vieja casona de ciento
cincuenta años estaba condenada a muerte, y esa mañana se llevaría a cabo su ejecución.
Macarena sentía que parte importante de
su vida se iría con esa casona. La vieja edificación había soportado terremotos
históricos y un par de incendios, y ahora sucumbiría bajo una maquinaria que
buscaba hacerla desaparecer a la brevedad para de inmediato empezar la
construcción de un nuevo condominio, que llevaba un par de años esperando por
brotar y crecer como maleza en donde otrora hubiera un tranquilo barrio
residencial, y que ahora albergaba hileras de torres de decenas de pisos, para
poder dar cabida a la mayor cantidad de clientes en el menor espacio posible,
haciéndoles creer que vivir en ese hacinamiento merecía llamarse vida. Macarena
tocaba las paredes de su vieja casa, y sentía que ella tenía más vida que
cualquiera de quienes llegarían a habitar los nuevos departamentos, y mucha más
aún que quienes decidieron destruirla para borrar todo vestigio del pasado y
darle paso a la sobrevalorada modernidad.
Macarena se paseaba nerviosa. Hacía un
rato había llegado un pequeño grupo de defensores del ´patrimonio con nuevas
pancartas y megáfonos para dar la última batalla por su hogar; sin embargo,
apenas cinco minutos después un piquete de policías se encargaron de
dispersarlos, para que a los pocos minutos llegaran los camiones de la empresa
de demoliciones, quienes desmontaron la reja, tapiaron con paneles el límite
con la vereda, y abrieron paso a la maquinaria encargada de derribar todo a su
paso.
Macarena estaba angustiada. El hogar que
la había visto nacer a ella, a sus hermanos, sus padres, sus abuelos y
bisabuelos, estaba a punto de convertirse en un terreno baldío. Ninguno de sus
esfuerzos había valido la pena, y ahora se encontraba en uno de los momentos
más inciertos desde que tenía memoria: había perdido las batallas, la guerra, y
ahora no quedaba más que aceptar la derrota y todo lo que ello implicaba.
Tres horas más tarde, y luego de
inspeccionar por completo la casona, el encargado de la demolición dio el
vamos, y la primera de las máquinas atacó con violencia la pared que daba a la
calle, la que opuso toda la resistencia posible, misma que le había servido
para sobrevivir un siglo y medio de terremotos; apenas
algunos segundos bastaron para que empezara a crujir todo, y que dicha pared
cediera desde sus cimientos para empezar una silenciosa caída que se vería
coronada por el estrepitoso sonido de los restos azotándose contra el suelo.
Afuera los gritos de furia de quienes intentaron detener la destrucción de la
última vivienda en pie del siglo XIX en el barrio se ahogaban en el rugido de
los motores de las máquinas que no darían tregua hasta arrasar con todo a su
paso.
Macarena miraba con tristeza a través de
la ventana de la sala de estar de su casa. En ese instante la máquina pasó por
encima del muro, reventando la ventana y haciendo desaparecer la pared
principal de la sala de estar, mientras Macarena se mantenía paralizada, sin
saber qué debía hacer en ese momento. La casa que la había albergado los
treinta años de su vida, y los cincuenta años desde que se había suicidado estaba
desapareciendo, y no sabía qué haría su alma en pena ahora que no tenía un
lugar donde penar, cuando aún no había sido capaz de encontrar el camino hacia
la eternidad.