Con sumo respeto y en silencio el
guerrero cargaba el cuerpo inerte de su enemigo. Luego de una encarnizada
batalla cuerpo a cuerpo y de un sangriento desenlace, el vencedor envolvió el
cadáver del vencido en una sucia bandera que encontró en el campo donde
lidiaron por el honor de las casas reales que defendían, y se lo llevó para
cumplir con el ancestral ritual que se llevaba a cabo desde tiempos
inmemoriales con los cuerpos de aquellos guerreros vencidos y muertos, pero
cuyo coraje y capacidad técnica en el combate no debían perderse en las
entrañas de una tumba y los tubos digestivos de las alimañas que darían cuenta
de sus putrefactos cuerpos.
El guerrero llevó el cuerpo de su rival
al altar familiar. El hombre se sacó su traje de combate, dejó su espada y su
daga, se colocó una túnica, y se dispuso a empezar con el ritual. El hombre
desvistió por completo el cadáver de su enemigo, para poder lavarlo con cuidado
y eliminar todo vestigio de sangre y vísceras; por la violencia del combate debió
recurrir a una gruesa aguja y un cordón delgado en vez de hilo para cerrar los
numerosos cortes en piel, abdomen, tórax y cuello. Una vez terminado el proceso
acostó el cuerpo en el altar familiar, y sacó la maleta de cuero de carnero
negro con los materiales para cumplir su cometido. De ella sacó un paño negro
absorbente sobre el que colocó dos ganchos curvos largos y una botella de
vidrio sucio llena hasta la mitad con un brebaje de color indefinible.
Sin mediar ceremonia ni aspavientos, el
hombre metió los ganchos por las fosas nasales del cadáver empujándolos hasta
el fondo del cráneo, para luego girarlos en seis sentidos según había aprendido
y vaciar por completo el cerebro. Acto seguido, y mientras recitaba una oración
pegada al vidrio de la botella, el hombre vació su contenido en ambas fosas
nasales, para de inmediato alejarse. Un par de segundos después el cadáver
empezó a tomar una coloración grisácea y luego de un espantoso y agudo grito,
abrió los ojos convertido en un sirviente sin voluntad propia. La conversión
estaba completa, y ahora el guerrero tenía un esclavo guerrero que pelearía
junto a él en el campo de batalla.
Una semana después el campo de batalla
estaba en tenso silencio. En las colinas que flanqueaban el valle donde se
llevaría a cabo la carnicería en nombre de sus respectivas majestades, se
desplegaban los ejércitos rivales, listos a dejarse llevar por el frenesí
descontrolado de saber que era imprescindible matar para intentar no morir
dicha jornada. En uno de ellos, decenas de guerreros de piel grisácea y mirada
perdida hacían la primera línea de choque para avanzar contra los rivales: el
efecto psicológico en el ejército rival de los cadáveres vivientes de quienes
fueron antes del propio bando atacándolos ferozmente, y el desplegar dicha
línea de guerreros como avanzada para disminuir las bajas en la primera oleada,
daba una ventaja que podía ser decisiva en el desarrollo de la guerra.
A la orden de los comandantes de las
tropas, un grito al unísono por ambas partes hizo eco en el valle: la señal del
principio del fin había sido dada, y ahora sólo quedaba batallar y tratar de
sobrevivir lo más entero posible. Las primeras líneas de guerreros de cada
bando se lanzaron corriendo desenfrenados hacia el valle en busca de sus rivales
para empezar la matanza. Los cadáveres vivientes se movían ágilmente cerro
abajo, siendo seguidos por sus guerreros creadores, para hacer verdaderas
mancuernas en el campo de batalla y así debilitar lo suficiente a las tropas
rivales para luego iniciar la carga de caballería. El guerrero seguía orgulloso
al enemigo converso, seguro que la técnica combinada de ambos los convertiría
en leyenda esa fría mañana. De pronto, el cadáver viviente giró sobre su eje y
descargó un preciso golpe de espada que hizo rodar la cabeza de su creador,
dejando estupefactos al resto de los soldados, pero sin detener el avance de
los otros conversos: lamentablemente para las aspiraciones del guerrero, su
aprendizaje no había sido el adecuado, y aquel séptimo giro de ganchos dentro
del cráneo del cadáver que olvidó hacer, dejó intacta la memoria de quien debía
convertirse en su sirviente, y convertirlo en un campeón.