La moribunda bruja seguía atormentada en
su lecho luego de semanas de agonía. Custodiada por cinco jóvenes pero
poderosas hechiceras, la maestra de conjuros y encantamientos no tenía los
conocimientos ni las fuerzas para curar las heridas infringidas por el brutal
ataque de un grupo de practicantes evangélicos que descubrieron cómo ella se
apoderó de la conciencia de la hija del pastor, convirtiéndola en una seguidora
del demonio. El ataque fue tal que acabó con la vida de la joven pecadora, y
dejó a la bruja con quemaduras tan graves como para dejar expuestas grandes
áreas de su esqueleto a vista y paciencia de quienes fueran a visitarla para
intentar salvar su cuerpo y darle algo más de tiempo a su alma consagrada al
imperio del mal. Pese a todos los hechizos e invocaciones a poderosos demonios,
la suerte parecía estar echada para la malvada mujer.
Esa noche apareció en el departamento de
la moribunda una pequeña y arrugada mujer, que parecía tener más años que todos
los habitantes del edificio, quien sólo necesitó pararse frente a la puerta
para que ésta se abriera sin dificultad para darle paso. Cada pisada de la
anciana hacía vibrar las paredes y los muebles del lugar, y su sola presencia
envolvió en un temor indescriptible a las brujas guardianas, quienes nunca
habían estado en presencia de tal nivel de maldad y en un estado tan puro y
evidente. La mujer se acercó a la cama de la moribunda, quien abrió bruscamente
los ojos al sentir en su entorno a su poderosa maestra; pese a su esfuerzo, no
fue capaz de evitar lo que sabía iba a suceder.
La anciana maestra sacó de entre sus
ropas una vieja bolsa plástica de supermercado, vaciando su exiguo contenido en
el velador de la moribunda: una bolsa con tierra de cementerio, un pequeño
macetero plástico, una semilla, una cuchara sopera, una botella con óleos
robados de una iglesia y maldecidos en tiempos inmemoriales, y una aguja plateada. La mujer abrió la bolsa
de tierra, y mientras recitaba palabras ininteligibles, sacó cuatro cucharadas
de tierra y las depositó en el pequeño macetero; luego de ello tomó la alargada
semilla y la colocó sobre la tierra, en un pequeño espacio que hizo con la
cuchara. La mujer dejó el macetero en el velador, destapó la botellita con los
óleos, y siguió recitando en voz baja un par de minutos, para de improviso
detenerse y clavar su mirada en la agonizante mujer, quien empezó a gritar
desesperada para sorpresa de quienes estaban en el lugar. La anciana mujer se
colocó de pie, haciendo que los gritos de la bruja herida se hicieran cada vez
más destemplados.
La vieja bruja se acercó al cuerpo de su
agonizante alumna, quien no paraba de gritar de espanto. La anciana tomó del
velador la aguja plateada, y sin que nadie alcanzara a hacer nada, la enterró
en el anular izquierdo de la mujer herida, quien en ese instante dejó de
gritar; la anciana dejó la aguja en la mesa, tomó el macetero y exprimió una
gruesa gota de sangre sobre la alargada semilla, para después tomar una quinta
cucharada de tierra y cubrir la semilla, y finalmente regar todo con los óleos
robados. En el instante en que los óleos desaparecieron de la superficie del
macetero, la bruja agonizante y sus cinco guardianas murieron instantáneamente.
La anciana tomó con cuidado el macetero y lo envolvió con la bolsa de supermercado,
para luego dirigirse a la puerta de salida. Mientras pasaba por encima de los
cadáveres, dijo en voz alta:
—Veo que no aprendiste nada de todo lo
que me esmeré en enseñarte. Tus aprendices no servirán ni de carroña, pedazo de
imbécil—luego de ello levantó el macetero en su bolsa y mirándolo dijo:—Pero
bueno, supongo que con unos dos mil años encerrada en esta araucaria te bastará
para aprender tu lección y seguir mis órdenes al pie de la letra.