—Abre los ojos.
—No quiero.
—Abre los ojos te dicen, mierda… ¿me
reconoces?
—Claro, reconocí tu voz desde el
principio.
—Sabes lo que quiero, entonces.
—Sí.
—Bien, entonces dime dónde está y esto
acabará de inmediato.
—¿Qué harás conmigo, me matarás acaso?
—Eso no te incumbe… ya, dime dónde está
y terminemos con esto de una vez.
—No.
—Entonces te torturaré hasta que me lo
digas.
—¿Qué es eso que tienes en la mano…?
—No quisiste hablar por las buenas,
ahora hablarás por las malas.
—No, espera… ¡espera! Te lo diré, pero
no me hagas daño… está acá, debajo de la silla hay una puerta, ahí está
escondido.
—Deja ver… sí, acá está… por fin…
—¿Qué harás conmigo ahora?
—Nada, me das lo mismo, sólo necesitaba
el objeto. Eres libre.
—¿Así de simple? ¿No harás nada, no me
golpearás, nada?
—No, ahora que tengo lo que necesito me
voy. Suerte en todo.
—Espera… ¿para qué quieres el objeto?
—Es un encargo, alguien me lo pidió, y
me pagó bien por conseguirlo.
—¿Para qué alguien podría necesitar los
restos de la primera hostia consagrada?
—Ni idea, supongo que para nada bueno.