El
guardia de seguridad se notaba inquieto. Esa mañana había
despertado con una picazón incontrolable en todo el cuerpo y no
lograba entender lo que le estaba pasando. El hombre nunca había
sido alérgico, no tomaba medicamentos por su cuenta, no era un
bebedor exagerado, ni tenía historia de lesiones en la piel. Tampoco
había cambiado de jabón o champú en el último tiempo, por lo que
se le estaban acabando las causas más comunes que nombraba internet,
lo que lo obligaba a hacer lo que menos le gustaba en la vida:
consultar un médico. Para él la consulta médica era una pérdida
de tiempo y dinero; pero como no lograba encontrar el origen de su
problema, no le quedaba más que pagar una consulta para aclarar su
duda.
A
las seis de la tarde el hombre estaba en una sala de espera atestada
de gente en un gran centro médico de la ciudad. Los nombres iban y
venían por doquier, por lo que debía estar concentrado para no
perder su llamado. De pronto y en medio del barullo escuchó su
nombre y un box; el hombre se puso de pie y se dirigió a la oficina
de donde lo habían llamado. En ella había una mujer mucho más
joven que él quien lo saludó cordialmente y le preguntó por qué
había pedido la hora. Luego de un par de minutos de preguntas varias
la doctora le pidió que le mostrara la piel a ver si había
lesiones, luego de lo cual empezó a llenar órdenes de exámenes. El
hombre mostró su frustración; la doctora lo miró, dejó de
escribir y se puso de pie frente a él, levantando sus manos para
ponerlas en el aire frente a su rostro.
El
hombre no entendía que pasaba. Desde su piel manaba un color
amarillo que se dirigía a las manos de la doctora, mientras la
picazón empezaba a disminuir; desde la espalda de la doctora manaba
un color celeste que se diluía en el aire y hacía sentir más
liviano el ambiente. Cuando el color amarillo dejó de manar de su
piel la picazón cesó, y la joven mujer bajó sus manos. El hombre
miraba desconcertado a la doctora, quien arrugó las órdenes de
exámenes y le dijo al hombre que estaba curado. En ese momento el
hombre volvió en sí, pues se había desmayado en medio del examen
físico. La doctora le dijo que era un síncope, que podría haberle
bajado la presión, y que por precaución le pediría un
electrocardiograma. Mientras la mujer hacía la orden para el examen,
el hombre se dio cuenta que ya no tenía picazón; al aguzar la
vista, vio una tenue bruma celeste manando de la espalda de la
doctora, quien sonrió sin decir nada.