Las
ideas se agolpaban desordenadas en su cabeza. Esa mañana en la
agencia de publicidad el jefe le pidió ideas para un comercial de
televisión de un producto nuevo, y necesitaba presentar al menos
tres posibilidades a mediodía. Cuando llegó la hora de presentar el
producto su jefe le pasó una esfera azul, le dio que tenía que
abrirla y ver su contenido, y que la publicidad debía ser acerca del
envase y del contenido. El hombre tomó la esfera y de inmediato
empezó a pensar respecto del envase, pero al momento de abrir la
esfera, no pudo.
El
hombre ya llevaba media hora buscando cómo se abría la esfera.
Finalmente se dio cuenta que ello le era imposible, y fue donde su
jefe a pedirle ayuda. Grande fue su sorpresa al ver al resto del
equipo creativo, cada uno con su esfera en la mano, sin poder
abrirla, mientras el jefe hacía denodados intentos por abrir el
artilugio. A los diez minutos decidió llamar al cliente, quien le
respondió que no le diría cómo abrir el producto, pues el proceso
de descubrir cómo se abría era parte de la experiencia asociada al
producto.
Once
de la mañana. Las esferas habían sido azotadas contra el piso y la
muralla, frotadas con diversas telas, dibujadas con extrañas formas
con los dedos, apretadas por todos lados, hundidas bajo el agua,
metidas a microondas y hasta quemadas con encendedores, y hasta ese
instante nada había funcionado. El desdén era el sentimiento
reinante en el lugar. De pronto una de las creativas hizo rodar la
esfera por el escritorio, la cual rebotó contra la pantalla de un
computador estacionario: en ese momento la esfera pareció quebrarse.
A los dos segundos todas las esferas crujieron. Los ojos de los
creativos se dirigieron de inmediato para ver el contenido de las
dichosas esferas.
El
informe preliminar de bomberos hablaba de una especie de explosivo
depositado en temporizadores con forma de esferas, que se abrieron
programadamente a la misma hora, para explotar algunos segundos más
tarde, incendiar el piso y matar a todos los ocupantes del lugar. Los
expertos en explosivos de la policía no pudieron identificar el
producto usado para detonar la oficina de publicidad. Un experto en
inteligencia llegó a la conclusión que había sido una especie de
venganza por lo que empezó a buscar gente despedida de la agencia
para determinar eventuales culpables. Doscientos metros bajo la
ciudad, en un bunker privado, el terrorista sonreía al pensar en los
cien millones de esferas que había repartido por todo el planeta
para acabar con la sociedad y emerger como el nuevo líder planetario
una vez acabado su plan de destrucción masiva.