“Mientras
no se caiga está bien” dijo el alcalde del pueblo al terminar la
inauguración del nuevo puente que mejoraba la conectividad de la
comuna con la ciudad contigua. Las carcajadas y los aplausos llenaron
el ambiente mientras la autoridad cortaba la cinta para permitir el
paso de los primeros usuarios de la estructura. La gente sonreía y
todo el mundo parecía estar pasándola bien. Dentro de los invitados
estaba la gente encargada de levantar el puente; en el grupo de
obreros, un hombre añoso miraba serio para todos lados. La alegría
no había llegado para él con la inauguración.
El
enfierrador miraba preocupado a todos lados; pese a estar seguro de
la calidad de su trabajo, del de sus compañeros, y de los
materiales, no podía dejar de asustarse con lo que podía pasar con
la estructura. Él conocía al dueño del terreno donado para hacer
uno de los extremos del puente, y su historia no era de la mejores:
había hecho su fortuna a base de estafas, robos y hasta un
homicidio, y todo lo hecho lo había cubierto con dinero. El hombre
era odiado en el lugar, así que cuando la gente supo que el hombre
había donado el terreno para el puente y había vendido todo lo que
le quedaba para mudarse del lugar, generó una gran algarabía en la
población. El alcalde había invitado al hombre a la inauguración
pero éste se excusó: ello hacía que el enfierrador mirara con
temor a todos lados.
A
las tres de la tarde, cinco horas después de la inauguración, el
flujo vehicular era enorme; decenas de automóviles, camionetas,
motocicletas y camiones pasaban por el puente desde y hacia el
pueblo, generando expectativas en los comerciantes del lugar. El
enfierrador miraba con desconfianza: de pronto notó algo, y salió
corriendo al extremo del puente a intentar evitar que los vehículos
siguieran pasando. Un enorme camión iba pasando por el lugar y su
conductor no lo alcanzó a ver, atropellándolo y acabando con su
vida. Al salir el alma del enfierrador de su cuerpo, entendió que
era demasiado tarde para el resto.
El
atochamiento por el atropello era enorme, cientos de vehículos
quedaron atrapados en la estructura. De pronto la tierra empezó a
moverse, el extremo del puente se levantó, para luego caer
pesadamente y derrumbarse, arrastrando al río a todos los vehículos.
El alma del enfierrador miraba cómo el terreno estaba lleno de almas
de indígenas que habían sido sepultados por siglos en el lugar, y
cuya historia había sido olvidada por todos, y redescubierta pocos
años antes por el dueño de la tierra, quien decidió deshacerse del
lugar no sin antes contratar una bruja para que molestara a las almas
de los indígenas sepultados en el lugar para lograr que derrumbaran
el puente. Así, logró recuperar todo su malhabido dinero, y se
había vengado de la gente que jamás lo aceptó como vecino del
lugar.