Camino por las calles de la ciudad a vista de todos y sin que nadie me vea. Es interesante deambular por avenidas tan grandes, y con tanta gente, sabiendo que estoy aquí, sabiendo que todos saben que estoy entre ellos, pero sin que noten mi presencia.
Hubo un tiempo en que era distinto, en que era objeto de miradas y comentarios. De pronto, de un día a otro, mi vida dejó de ser atrayente, y fui desapareciendo de todos lados. Eso me llegó a cometer la locura que hice, que obviamente un juez catalogó como "delito". Una vez supo mis motivaciones, dictó la más terrible sentencia para alguien como yo: aislamiento social. A algún loco se le ocurrió que ciertos crímenes podían ser purgados en la vía pública, pero con un tatuaje en la frente muy visible, que impedía que la gente se dirigiera al condenado. Por si acaso también insertan un chip muy ruidoso por si el tramposo quería burlar al sistema hablando con algún invidente...
Los primeros días fueron un chiste: gestos obscenos, insultos, agarrones, y nadie te puede decir nada; inclusive me di el gusto un día de pasear desnudo a las 12 del día por la avenida principal...
Llevo dos años, 11 meses y 29 días de esta tortura, de esta muerte en vida. A veces creo que se me olvidó hablar, que ya no tengo voz, pero sé que no es así. Hubo instantes en que quise matarme, arrancarme el chip o quemarme la frente, pero no tuve el valor.
Inclusive cuando me atropellaron hace un año, el equipo de urgencias no pudo hablarme; y una doctora que intentó burlar mi condena, fue despedida en el instante...
Llegó el ansiado día, al fin. El láser borra mi tatuaje y retiran el chip. Ya es tarde, así que viajo con rapidez a mi hogar. No aguanto las ganas que sea mañana. Ahora por fin, puede el mundo notar mi existencia, hablarme y escucharme.
Es raro, no siento nada especial. Sigo mi rutina matinal de costumbre; creo que hoy desayunaré afuera, estoy cansado del agua de café y las tostadas quemadas (en tres años no pude aprender a cocinar).
Me arreglo como siempre, y me acerco al café que visitaba antes de mi delito. Se acerca la dependiente y por fin, una voz luego de tres años se dirige a mí y me dice con dulzura (cada palabra hacia mi hoy es dulce):
- Buenos días señor, ¿le traigo la carta? - mientras sonríe al mirarme.
Y con todo el sentimiento guardado por tres años, pronuncio lo que tantas veces soñé pronunciar durante estos mil y tantos días de condena:
- ¡¡PÚDRETE!!
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