Miro hacia el horizonte de mi mente, allá donde deberían aparecer todas las cosas que han de venir en mi mañana, donde apuntan las esperanzas cifradas hoy con los códigos que la vida enseña; allá donde convergen las miradas de todos aquellos que me acompañan en este viaje; allá donde debe estar ese presente preciado llamado hoy futuro. Concentro mi vista al máximo para tratar de avizorar algo, de antelarme a esos hechos... y lo que mi vista aprecia... nada.
No es que no vea, que no pueda o no quiera ver, o que mis ojos estén nublados o mi vista obnubilada. Veo el entorno: las ideas vagando a mi alrededor, buscando anclarse al piso para ser llevadas a cabo; los sentimientos combatiendo entre sí para primar; la razón intentando educar a la fe; las pulsiones e instintos ocultos en aquella vieja caverna que se aprecia a lo lejos, en un rincón; el conciente intentando despertar al subconsciente para obtener sus secretos y poder comprenderse... veo también el horizonte, el límite de mi mente con la eternidad y la grandeza y no se ve... nada.
Tranquilo, debe haber un error, algo que me impide ver, tal vez no deba saber; pero eso es irracional, si hay algo debe poder verse. Tal vez mis ojos o mi mirada no son los más adecuados para ver esto. Tal vez algo sobre el horizonte lo tapa, un velo oscuro que asemeja la nada. Tal vez yo mismo no quiero ver, o inconscientemente sé que no debo.
De pronto la paz se acaba, el entorno se agita, tiembla todo pero rítmica y pausadamente. Cada vez se hace más dificultoso estar de pie sin saber lo que se viene. El movimiento mantiene su ritmo pero aumenta su frecuencia e intensidad. Miro en un intertanto para ver esa cosa que destruye mi hábitat. Luego, en un instante en la nada llamada horizonte veo luz. Aparece gradualmente, pero es luz. Creo que está todo listo, llegó la hora de nacer. . . .