Mientras la brisa entraba por la ventana, trayendo con ella la frescura de la tarde y el canto de las aves, la joven muchacha terminaba de alistarse para salir. Le encantaba salir a pasear esas noches de verano en que no importaba la hora, pues siempre la temperatura permitía disfrutar de la ropa liviana y corta que dejara mucho a la vista y poco a la imaginación. La entretenía mucho escuchar a los hombres cuando ella pasaba decir de todo a sus espaldas, y cuando por diversión los encaraba ver cómo buscaban cualquier excusa para desaparecer rápidamente, envueltos en la vergüenza de saberse expuestos.
De vez en cuando alguno de ellos no hablaba a sus espaldas sino de frente, y ahí sí que la pasaba muy bien. Era divertido fijarse en todas las cosas que los hombres eran capaces de decir y hacer con tal de lograr una mirada, un beso, o una noche de compañía. Y si andaba de ánimo les seguía el juego, a ver hasta dónde eran capaces de llegar. En más de alguna ocasión alguno de sus fugaces pretendientes se la jugaba por el premio mayor, a lo que ella accedía sin mayores rodeos, invitándolos a su casa.
Mientras la brisa seguía entrando por la mañana a su habitación luego de una noche de placer, la muchacha se apuraba en deshacerse por completo de las pertenencias de su amante de turno; los bienes materiales daban lo mismo luego de doscientos años absorbiendo los cuerpos de esos pobres ilusos que la mantenían joven por siempre…