El viejo perro enterró el extraño hueso que había encontrado, pues debía proteger su sustento de la semana. Doce años de callejero le habían enseñado todo acerca de la vida, y una de las principales lecciones era no morir de hambre. A diferencia de los que servían a los humanos, que eran alimentados, bañados y sanados, su casta debía proveerse de todo: claro, el baño y la salud casi no contaban, lo más importante era alimentarse y sobrevivir. El mundo de los humanos era raro, pero ya había aprendido a no cuestionarse y a aprovechar todo lo que los humanos no usaban, rechazaban ó malgastaban.
Esa tarde andaba de suerte. Los otros callejeros no aparecían por ningún lado, así que tenía las calles sólo para él y los humanos. Ya sabía cómo reconocer a los que los pateaban, y hasta cómo encorvarse para amortiguar el golpe, así que no se asustaba al pasar entre ellos. De pronto encontró un hueso grande y extraño, el que aseguró en su poderosa mandíbula y llevó al sitio eriazo donde guardaba sus presas.
No entendía por qué los humanos huían al verlo con el hueso, como si fuera algo maligno. Luego de enterrarlo se echó cerca a dormir. Al rato despertó por un enorme estruendo en el lugar donde estaba su hueso. No entendía por qué los humanos habían ido a desenterrar su hueso, ni por qué éste había explotado, despedazando a varios de ellos. Lo único que el quedaba claro era que gracias a la explosión, tenía carne y huesos para rato…