Historia de Sangre ©2007 Jorge Araya Poblete
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Capítulo IV: Excursión (segunda parte)
Temprano en la madrugada, junto con la bendición de su padre el conde, y uno que otro conjuro del brujo, se dio la salida a la partida de caza de la bestia. A mediodía, los perros ya habían dado dos falsas alarmas al salir persiguiendo unos jabalíes, los cuales fueron muertos para no seguir distrayendo a los perros y tener carne fresca para una eventual trampa. Luego de un día entero de recorrer lentamente el camino, de revisar uno a uno los matorrales y los árboles, de dar sepultura a todos los huesos que encontraron y recoger las pertenencias para poder llevarlas de vuelta al pueblo y reconocer a las víctimas, escogieron una planicie en el bosque para acampar esa noche y reiniciar la búsqueda la mañana siguiente. Armaron las tiendas, hicieron fogatas, y se dispusieron a comer y dormir, no sin antes elegir a quienes harían guardia esa noche. Mientras algunos preparaban la comida y alimentaban a los caballos y los perros, otros estiraban las piernas y reconocían el sector para determinar los lugares más vulnerables y seguros. Terminada la comida, la hija del conde quiso contar a todo el contingente como era su costumbre al salir en campaña: pese a la renuencia de los hombres dado el bajo número que iba en el grupo, la guerrera impuso su autoridad y el conteo se hizo. Había ocurrido lo que ella temía, uno de los escuderos no estaba. Mientras los otros creían que se había perdido, o que andaba cerca del riachuelo, ella inmediatamente pensó lo peor y dispuso un grupo de soldados para ir en su búsqueda. Dejando al resto de los hombres en alerta en el campamento, ella y cinco soldados salieron hacia donde se suponía que debía estar el escudero. Al llegar al riachuelo encontraron sus ropas, e inmediatamente supusieron que estaba nadando desnudo, lo que se prestó para incomodar a la hija del conde; pero al levantar los ropajes la risa fue reemplazada por el horror y el asco, al hallar bajo ellos la cabeza del escudero. Luego de la primera impresión, la guerrera levantó la cabeza por su cabellera y se fijó en el cuello: tenía signos de haber sido arrancada de cuajo, como desgarrada, y no cortada o mordida. Las dudas acerca de lo que estaban persiguiendo crecían con el correr de las horas de ese primer día…
Rápidamente envolvieron la cabeza en la ropa del desafortunado escudero y enfilaron al campamento. El hallazgo de los restos del escudero cambiaba por completo los planes de búsqueda y llevarían a endurecer las medidas de seguridad. Ya no bastaría con tener guardia durante la noche, también habría que disponer de ella durante la marcha de día; inclusive, cabía la posibilidad de tener que invertir el horario de la persecución y dormir en el día.
Al acercarse al campamento las cosas no parecían estar bien. No encontraron a los hombres que debían estar de guardia y no se escuchaba el ladrido de los perros. De pronto, un bulto enorme se abalanza sobre ellos. Los soldados de avanzada disparan sus ballestas sobre éste, derribándolo. Al acercarse se dan cuenta que era uno de los caballos del campamento que andaba suelto; sus amarras parecían haber sido desgarradas de un tirón. Siguen avanzando, ahora con más sigilo. El soldado que encabezaba el grupo de pronto se detiene, al pisar un pequeño charco, en una zona alejada del riachuelo. Al aproximar una antorcha, el color rojo del líquido que pisó y que ahora también teñía su calzado lo sobrecogió. En silencio gira para avisar a los suyos, pero una tromba lo derriba con una fuerza descomunal por la espalda. Antes de morir vio el rostro de la bestia, que no lo parecía…
La hija del conde empezaba a asustarse. Además de la ausencia de los guardias y de los perros, y del caballo suelto que habían muerto, parecía como si sus compañeros también estuvieran desapareciendo. Al acercarse al campamento había pisado tres o cuatro charcos, que resultaron ser de sangre, y nadie se había devuelto a avisar. Al darse vuelta un par de veces, los dos soldados de la retaguardia se habían esfumado. Hacía un buen rato que ella llevaba su espada desenfundada y la ballesta cargada, y ahora sentía que las necesitaría.
Su avance se hacía cada vez más silencioso y sigiloso. Se preocupaba de la dirección del viento y de sus pisadas para no dejar rastros que la delataran con facilidad. Al llegar al campamento el panorama era el que ella imaginaba: animales muertos, sangre por doquier y ningún rastro del grupo que la acompañaba. Las tiendas estaban en el suelo y las antorchas casi todas apagadas en sus sitios originales. No se lograba escuchar nada salvo el ruido del bosque: aves nocturnas, viento, grillos… al llegar a lo que era su tienda sintió un leve crujido en el árbol a cuya sombra se habría de cobijar al día siguiente. Intentó mirar hacia arriba, pero un descomunal golpe en la espalda la aturdió bruscamente…