Llanto. Nada más. Un solo llanto. De un solo bebé recién nacido. Ese era todo el ruido que se escuchaba en la sala de partos de la maternidad. Ni el dolor ni la alegría de la madre. Ni el desmayo ni la sonrisa nerviosa del padre. Ni el apuro de la matrona, ginecólogo o auxiliares. Ni la desidia del anestesista. Ni la espera del pediatra. Todo era un sepulcral silencio, salvo el único llanto del único bebé en la maternidad.
Pasaron minutos, uno tras otro, hasta completar una hora. De pronto el llanto desapareció. La maternidad ahora se hizo de balbuceos, risas y llanto de niña. Así, al concretarse la segunda hora, ya la clara voz de una niña hacía preguntas a la nada, que parecían ser contestadas por la misma nada. Ahora la sala de partos en una sala de juegos, donde la pequeña, vestida con un delantal, jugaba y crecía, sólo crecía.
Al empezar la cuarta hora, nuevo silencio, un breve grito de estupor, y un paño quirúrgico desaparece entre sus piernas y reaparece ensangrentado. Ya no hay juegos, sino curiosas miradas al espejo para conocer su nuevo cuerpo, luego del sangrado. Sus azules ojos y rubio cabello iluminaban sus pálida tez, mientras las curvas aparecían donde debían aparecer.
Finalizada la quinta hora e iniciada la sexta, su cuerpo de mujer adulta necesitaba completar detalles. Acude al vestidor de mujeres de la maternidad, vacía todo, y busca aquello que cuadre con sus formas. Una vez vestida, elige un maquillaje adecuado a su cara, que no llame demasiado la atención. Completada la sexta hora está lista, vestida y arreglada para su misión en el planeta. Pero como la formalidad obliga, usa la séptima hora para lo que su padre (y el eterno tiempo) habían definido: descansar de su creación.
Así, luego de pasados siete días de su concepción, y siete horas desde su nacimiento, y por supuesto, luego de haber eliminado todos los vestigios y testigos de su encarnación y aparición, la hija del príncipe del averno ya estaba lista, caminando por la calle, preparada para empezar a ejecutar los designios de su padre. Siete milenios de preparación y miles de muertos estaban justificados con su maligna presencia en la tierra.
A los pocos metros aprecia un tumulto: un joven desarrapado corre con una cartera de mujer, seguido de dos policías. Al parecer el terreno está pavimentado para su conquista y dominación de la tierra para su padre, pues hasta los niños se inician temprano en la senda del mal. El joven pasa raudo por su lado, y un relámpago plateado cruza su pálido cuello... en siete segundos, los siete milenios de preparación y siete horas de creación se van por el corte en su cuello. Al parecer, ni el bien ni el mal eran lo que parecían ser. Dos cuadras más allá, una cartera y un cuchillo habían terminado su sagrada misión...
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