El novel perro corría como loco por el patio del teatro. Si bien era sólo un cachorro de no más de seis meses, su envergadura ya era más que notoria. Sin tener una raza definida ni una estampa particularmente bella, su porte y energía sin límite destacaban, generando gran simpatía entre quienes frecuentaban el lugar. De hecho, esto llamó la atención del cuidador tres meses atrás, lo suficiente como para empezar a alimentarlo y bañarlo. En una semana, el cachorro ya era dueño del patio.
El teatro seguía un estricto régimen de ensayos. No estaba ubicado en un lugar muy seguro de la ciudad, por ende todos los artistas debían llegar e irse juntos. Pero todo ello quedaba atrás cuando cruzaban la reja: luego de recibir las fiestas y lamidas del juguetón perro, una sensación de seguridad y tranquilidad los invadía, permitiéndoles abocarse de lleno al trabajo. Por la mañana ensayaba la orquesta y el coro, y de la tarde el cuerpo de baile.
La compañía estaba preparando una obra monumental que nunca había podido interpretarse, ni siquiera en las generaciones de antaño: Carmina Burana. Decían los más viejos que nunca podrían concretar el proyecto: el teatro estaba emplazado sobre las ruinas de un convento, y como los Carmina Burana eran poemas eróticos y paganos, las almas de los monjes impedirían su ejecución en dicho teatro, otrora terreno sagrado. Cada vez que la compañía había intentado montar el espectáculo, eran víctimas de robos de sus instrumentos, vestuario, materiales de tramoya y varias cosas más. Inclusive hasta un incendio se declaró en una oportunidad.
Pero desde que el cachorro llegó, una exagerada calma y seguridad se apoderó de las dependencias. En sus tres meses nada había ocurrido; por eso los cantantes y músicos aguantaban sus aullidos en los ensayos de la mañana, y los bailarines sus saltos y correrías entre ellos por la tarde. Es por ello que todo el elenco dejaba sus cosas en el teatro, sin ningún miedo a no encontrarlas al día siguiente.
Una noche, un avezado ladrón especializado en objetos de arte, decidió dar el golpe. Sería fácil entrar al recinto, la reja no era muy alta ni segura, y el cachorro se dormiría rápidamente con la carne con somníferos que traía en una bolsa. Luego de tirar la carne, oír al perro correr para tomarla y luego verlo caer en el suelo presa del sueño, entró con calma por la reja y la puerta principal, cuyas cerraduras no eran desafío para su juego de ganzúas.
Luego de acumular un par de baúles con instrumentos musicales (seleccionados obviamente), se dirigió a la puerta para ir a dejarlos a la camioneta que había robado para el golpe. La oscuridad parecía… extraña. Para alguien acostumbrado a “trabajar” de noche, cualquier cambio era notorio. Esa noche parecían haber apagado las luces de la ciudad, la luna y las estrellas, pues no se veía nada.
Al acercarse a la reja un par de ojos rojos lo miran, a no más de un metro del suelo; al parecer el cachorro había aguantado el somnífero. Luego, frente a sus incrédulos ojos, el lomo del animal se encorva y junto con un descomunal ruido (mezcla de gruñido y aullido), algo pareció salir del cuello de éste. A los instantes, un segundo par de ojos y una segunda corrida de afilados dientes lo apuntan directo a su cuello. Antes de ver saltar a la bestia sobre él, alcanzó a sentir el olor a azufre…
A la mañana siguiente los músicos y cantantes son recibidos por el dulce y juguetón cachorro como siempre, el cual dejó el largo hueso con carne fresca que estaba comiendo a esa hora… La obra de arte, y la profanación, esta vez sí se consumarían…