Con la calma que da la ira, la tristeza y la certeza de hacer lo correcto, se prepara a cumplir la orden del tribunal pero a su modo...
Ella era una joven tranquila, madura, que vivía con su madre por opción propia: una enfermedad crónica había dejado postrada a su progenitora, lo que le facilitó la decisión. Tenía una hermana ocho años menor, que se había casado adolescente, y que tenía dos pequeños hijos. Sus vidas en general transcurrían sin mayores sobresaltos.
La hermana mayor había armado su vida completa en casa de su madre. Para poder cuidarla a tiempo completo había aprendido joyería, por lo que tenía un taller armado en su dormitorio, capaz hasta de fundir metales para poder crear piezas exclusivas. Si bien es cierto no le sobraba el dinero, a lo menos alcanzada para hacer su vida y la de su madre más llevaderas.
La hermana menor vivía su vida aparte. No se preocupaba de su madre, y envidiaba a todo el mundo y por lo que fuera. Además era rencorosa y vengativa: no perdonaba a su hermana por haberse quedado con su madre y hacerla quedar a ella como la mala de la película.
Con el tiempo la salud de la anciana se fue deteriorando, requirió hospitalización porque su corazón ya no daba abasto para sostener su frágil equilibrio llamado vida; el hospital pudo mantener el equilibrio durante nueve días, falleciendo al décimo...
La hermana mayor se encontraba desolada, hacía ya un mes que su madre había muerto y su presencia rondaba por los rincones de la casa. Sólo guardaba con ella un recuerdo invaluable: la argolla de matrimonio de su madre. La joya llevaba cuatro generaciones en la familia, era de oro macizo, y que lo único que realmente le interesaba, no por su precio sino por su valor...
Una mañana tocan a la puerta. Un receptor judicial le entrega una citación al tribunal, de parte de su hermana, por la herencia. Como mujer ordenada prepara todos los documentos existentes para proceder a la repartición de los bienes: daba igual, ella tenía la argolla y era lo que importaba.
Cuando llegó, el abogado de su hermana fue conciso y preciso: lo único que su defendida quería era la argolla. Con estupor vio cómo se esgrimía su soltería y la posesión del resto de los bienes como argumentos económicos, y la imposibilidad de visitar a su madre mientras vivía como argumento humano... con horror vio que el juez, sin mediar palabra de ella, fallaba a favor de su hermana, y ordenaba entregar la argolla. Los ojos de la joven mostraban placer: ella sabía que la venganza era un plato exquisito cuando se servía frío.
Presa de la ira, pero sin mediar comentarios, se prepara a ejecutar la orden del tribunal. Pacientemente vigila a la menor, y observa que todos los días toma locomoción en el mismo paradero, a los pies de un viejo edificio de cuatro pisos.
Esa mañana sube a la azotea con la argolla y algunas herramientas. Al llegar su hermana, ella ya había fundido la argolla. Cuando se acerca a la muralla deja caer la gruesa gota de oro hirviendo, la cual atraviesa el cráneo de su hermana, enfriándose dentro del cerebro del ahora cadáver:
- Ahí tienes tu argolla…
.