El viejo mago preparaba su maleta de implementos para el cumpleaños al que le habían invitado para entretener a los asistentes. Era una fiesta pequeña, con pocos invitados, así que con la maleta chica bastaba. Tenía pensado hacer juegos de naipes, monedas, pañuelos y demases trucos simples: luego de cincuenta años jugando a aparecer y desaparecer cosas que siempre estaban donde mismo, la entretención no era desafío.
Al llegar al cumpleaños sufrió la impresión más grande de su vida. Quien lo había contratado había usado un nombre falso, pero al verlo a los ojos el misterio se develó: su hijo, aquel que había echado de la casa a los dieciocho por negarse a seguir la tradición familiar de cuatro generaciones de magos, lo recibía con la satisfacción de un triunfador que se había forjado a sí mismo, sin el apoyo de nadie. Ahora era un empresario acomodado que gozaba de su venganza.
El viejo mago entró al salón de la mansión, donde un grupo de inquietos y gritones niños jugaban con una consola. Ellos, de la generación de las máquinas, no entendían el significado de un mago en la fiesta. En el grupo destacaba el festejado y sus dos hermanos, quienes miraban con desdén al abuelo, a quien recién habían conocido: un dejo de vergüenza los rodeaba, rogando porque el viejo no les hablara.
El viejo mago estaba desolado, pero sabía que tenía que cumplir con su papel. Dejó la maleta en el suelo, se sentó en la alfombra, pidió silencio y cerró sus ojos. Luego de algunos segundos y sin abrir los ojos pidió a los niños que contaran de diez a uno en voz alta. Al llegar a uno su cuerpo explotó en llamas y desapareció, causando el asombro de todos los asistentes. Las cenizas pegadas a la alfombra fueron su único recuerdo, y la maleta su única herencia…