El pequeño niño corría libre por el parque; a pocos metros de él, sus padres lo seguían para permitirle divertirse sin quedar a merced de la inseguridad de la vida moderna. Mientras sentía el viento haciéndole cosquillas en la cara olvidaba que vivía junto a sus padres en un pequeño departamento donde el clima era controlado por una máquina de aire acondicionado, y que sus juegos no existían fuera del computador de su dormitorio. Ese parque significaba la vida que el resto del tiempo le era restringida.
Mientras jugaba consigo mismo, envuelto en el mundo que su imaginación armaba con árboles y montículos de tierra, un viejo perro se le acercó en busca de cariño y algo de comer. Para él los perros eran casi una incógnita: ver animales cerca de él en una ciudad con tan poca vida (incluida la humana) era una experiencia novedosa y enriquecedora. Salvo una que otra paloma que se posaba por breves segundos en el balcón, el niño no tenía contacto con animales: bueno, no con aquellos que no aparecían en internet.
El pequeño seguía corriendo por el parque, riéndose de los vanos intentos de sus padres por atraparlo. Sabía que era parte del juego, pero generalmente cuando lo atrapaban el momento de volver al encierro del departamento se acercaba, y con ello todo lo que le desagradaba: bañarse, comer, acostarse a dormir y prepararse para el colegio del día siguiente. Por eso corría y corría haciendo fintas para alargar ese tiempo bendito de libertad.
El pequeño niño corría libre en el parque; de pronto, una brusca campanilla de reloj lo vuelve a la realidad. Ya era hora de levantarse a buscar niños al parque para truncar sus vidas, tal y como lo habían hecho con él en su perdida niñez.