Esa fría mañana de lunes era algo distinta a otras mañanas de otros lunes, y no sólo por el frío. Pese a que el sol entraba por su ventana iluminándolo todo, el frío seguía invadiéndolo. Parecía como si las cosas que lo rodeaban no interactuaran con él. Se sentó en la silla reclinable de su escritorio en espera que le llegaran esas interminables listas de reclamos que debía responder día tras día con un sinfín de educados y formales términos, que él sabía fehacientemente que de fondo no tenían nada.
Su vida era una rutina dolorosa desde hacía diez años, cuando su novia había fallecido en el accidente de la motocicleta que él manejaba, y del cual salió ileso. La culpa lo atormentaba y le impedía avanzar en su existencia, manteniéndolo estancado en un trabajo que odiaba, y soltero pese a haber podido rehacer su vida con la mujer que ahora lo quería y por quien él no sentía nada. Desde niño había sentido una atracción fatal por las ruedas, primero un triciclo, luego las bicicletas y finalmente la fatídica motocicleta. Pero toda esa pasión había muerto con su novia, y ahora la vida era un simple paso de días.
El frío se colaba por la ventana de la oficina. Al ver que nadie le traía ningún reclamo se reclinó un poco en la silla y cruzó los brazos para dormitar: total, en cuanto alguien llegara se sentaría derecho, y si lo pillaban tampoco le importaba.
De pronto algo húmedo en su cara lo despertó: era la lengua de su perro. Pero algo no estaba bien, el perro era el mismo que tenían sus padres cuando tenía cuatro años. Al mirar a su alrededor se dio cuenta que estaba en su cama de niño, en su dormitorio, con todos sus juguetes y su perro. Al mirar su ropa y su cuerpo vio algo incomprensible: de algún extraño modo había vuelto a su infancia, pero sin perder ningún recuerdo de su vida. Al verse al espejo descubrió su antigua sonrisa y sus oscuros ojos llenos de vida. Decididamente, y con una alegría que lo desbordaba, salió al patio. Ya encontraría cómo explicarle a sus padres lo del triciclo en la basura…