Los viejos empleados del monasterio juntaban leña por montones. El inquisidor había logrado la confesión de seis brujas, por tanto había que tener madera suficiente para enviar a todas juntas al infierno y cumplir la labor empeñada por dios en los sacerdotes. Ellos, como buenos empleados que eran, se ganaban un trozo de cielo al ayudar a quemar a las malditas, por lo cual pese al cansancio no cejaban en la dura tarea de conseguir madera.
Los empleados se encontraban en las afueras de la ciudad, armados cada cual con una daga por si alguien intentaba asaltarlos, y con una pequeña botella de agua bendita, por si alguna bruja quería vengar a sus compañeras. Cuando estaban por terminar de cargar la leña recogida en la carreta, una joven y bella doncella apareció de la nada. Su delgado y pequeño pero tonificado cuerpo contrastaba con las gordas figuras del pueblo, y su rubia cabellera que apenas dejaba ver su largo y delgado cuello, hipnotizaron a los viejos empleados.
De pronto, sin dejar de caminar hacia ellos y de sonreír sutilmente, sus manos empezaron a cubrirse de llamas, pero sin arder. Al instante ambos hombres sacaron sus botellas de agua bendita al saberse frente a una bruja; pero al lanzarla contra la doncella no lograron ningún efecto. Uno de ellos alcanzó a sacar su daga y atacarla, pero el puñal rebotó en la piel de la grácil joven. Así, poco antes de estallar en mil pedazos, los pobres empleados entendieron que habían llevado una vida ayudando a quemar de todo, menos brujas de verdad…