Mientras la tarde avanzaba cada vez con mayor velocidad, el viejo obrero se acercaba a lo que debería ser su hogar. Luego de caminar los diez kilómetros que lo separaban de su trabajo para poder ahorrar el dinero del transporte, lo único que ansiaba era llegar a un lugar agradable donde descansar sus ya cansados huesos. En vez de eso llegaba al cuartucho que había construido con desechos de la obra donde trabajaba, en donde tenía toda su vida. Un viejo catre que hacía las veces de sillón, comedor y cama, una silla que servía de velador, mesa y silla, y un baúl que había rescatado de la basura que le servía de ropero, mesa y despensa eran todas sus pertenencias. Allí, en ese cubo de restos de madera que se inundaba en invierno y hervía en verano, vivía el resto de la vida fuera de la esclavitud del trabajo.
Viudo hacía ya cinco años, no entendía el porqué de su presencia en el mundo. Sentado en la cama, con el vaso de té que sería su cena tal como todos los días, dejaba su mente en blanco para tratar de hacer que su corazón dejara de latir y sus pulmones de respirar; y tal como todos los días, nada pasaba. De pronto un sonido familiar lo despertó de su letargo mental: el canto de un mirlo, a la distancia, le recordó el tiempo en que la vida le importaba. Aquel tiempo en que tenía casa, mujer e hijos, en que tenía mascotas para acompañarlo y devolverle algo a la vida de los favores que le había regalado. Entre todos sus animales destacaba un mirlo, negro como la noche profunda y como las almas que vagan en busca del perdón inalcanzable por los infinitos pecados cometidos, pero con un canto que cualquier ángel envidiaría, si la envidia tuviera lugar en sus corazones. Ese mirlo lo despertaba cada mañana, se posaba en su hombro todo el tiempo que pasaba en la casa, y lo esperaba al atardecer. Pero como todo lo bueno en su antigua vida, un día desapareció y nunca lo volvió a ver; tres días después, su esposa fallecía de una larga enfermedad que lo dejó en la bancarrota.
La curiosidad lo hizo salir a escudriñar el entorno, a ver si lograba ver al ave que había logrado sacar una sonrisa a su ya atrofiado rostro y seco corazón. Al escuchar su nuevo canto logró ubicarlo: dos postes de luz más allá de aquel del cual robaba luz estaba posado, mirándolo mientras cantaba. Un extraño impulso lo llevó a acercarse a dicho poste, para verlo más de cerca: pero cuando estaba por llegar, el ave voló cuatro postes más allá y siguió su concierto dedicado al viejo. Dejándose llevar por el recuerdo, el viejo apuró el paso para alcanzar de nuevo el ave: mas nuevamente al llegar el mirlo voló, ahora a seis postes más allá. Qué más da pensó el hombre, si ya estaba ahí valía la pena seguir al cantor que logró revivir algo parecido a un sentimiento en su alma; de hecho cualquier cosa que lo alejara de su realidad valía la pena. Nuevamente inició la marcha, esta vez casi trotando, para llegar luego a los pies del poste, con la esperanza de ver de cerca al pequeño ser que infundió nueva vida a su vida. Mas al cruzar descuidadamente la calle para llegar al poste, un camión acabó instantáneamente con su existencia. De pie su alma al lado de su cuerpo, sin recordar haber sentido dolor al morir, vio cómo el mirlo, su mirlo, se posaba en su etéreo hombro luego de haberlo despertado de su pesadilla llamada vida…