La maldita voz en su cabeza no callaba jamás. Había visto un sinfín de médicos, psicólogos, científicos y demases, y nadie había podido darle una explicación convincente para esa maldita voz que no lo dejaba vivir. Había intentado cientos de cosas para terminar con ella, desde medicamentos, hipnosis, brujería, imanes, y hasta cosas inenarrables, sin conseguir siquiera que la voz disminuyera un poco. Seis meses atrás era un empleado común y corriente de una empresa de telefonía como tantas pululaban en el mercado de las telecomunicaciones. Justo hacía seis meses la empresa decidió instalarles un chip subcutáneo con toda la información que requerían para su trabajo, además de sus datos personales: así, bastaba con usar el lector adecuado para tener una verdadera enciclopedia disponible en sus antebrazos. Y al poco tiempo de activar el chip, empezaron las voces.
Ya que al parecer no quedaba otra opción, pidió una cita con el gerente. Temía que al contarle lo tildara de loco o de aprovechador, pero ya no sabía qué más hacer. En cuanto se sentó en su oficina y logró sacar la voz y contarle, el gerente llamó a seguridad por el citófono. Intentó disculparse, pero el error que había cometido era mayor de lo que creía. Dos guardias lo lanzaron al suelo y lo inmovilizaron, y un tercero apareció con una gran hoja de acero, similar a los viejos machetes de cocina: de un certero golpe cercenó el antebrazo del empleado entregándolo al gerente, quien por fin podría disfrutar del novedoso teléfono subcutáneo que por error había recibido el malogrado empleado.