A veces la realidad se tornaba cada vez más irreal a sus obnubilados ojos. Mientras el mundo se caía a pedazos frente a la puerta de su casa, él se preocupaba exclusivamente de unos sueños que a nadie ayudarían, pues jamás se concretarían. Mientras su familia perdía el norte gracias al alcohol y a los embarazos no deseados, él soñaba con una familia que no era la suya y que ni siquiera sabía si podría existir, pues nunca había abandonado el límite de su pueblo y de su sueldo. Mientras su vida giraba en torno a lo que lograba producir en un campo de mala muerte, él jugaba con inventos de su mente que le permitían creer en el mañana.
El pobre campesino luchaba esa mañana, como casi todas las mañanas de su vida, contra el campo para poder arrancarle algo comercializable, o por lo menos comestible. La batalla contra la vida era ardua como siempre, y como nunca parecía estar ganando; pero como ganar una batalla no asegura triunfar en la guerra, debía seguir con su denodado esfuerzo. Luego de un par de meses de esfuerzo máximo logró sacar adelante el yermo pedazo de tierra y transformarlo en algo de lo cual se podía vivir. Por fin pudo cosechar los frutos de su siembra, y la venta fue más que provechosa.
Feliz estaba el campesino camino a su caserón, pues por fin podría ofrecerle algo de decencia a quienes de él dependían. Al llegar a la entrada se encontró con la más dolorosa imagen que la vida le podía haber ofrecido, como arremetida final en la guerra que ambos llevaban. Ahí, cubierto por una vieja lona estaba el cadáver de su hijo mayor, apuñalado por el amante de su esposa, quien huyó con ella y con sus hijos, quienes eran de aquel con quien su mujer lo traicionaba por años. La policía le dijo que nada podían hacer, pues el hombre era dueño de la mitad del pueblo y tenía a todos comprados, incluido el juez. Luego que lo ayudaron a enterrar el cadáver, los policías se fueron y lo dejaron masticando el sabor amargo de la derrota frente a la vida. Si no hubiera dedicado tanto tiempo a soñar, el destino sería distinto para todos.
A la mañana siguiente estaba todo listo, la cuerda firme atada al árbol y el banquillo cojo que lo ayudaría a cortar su sufrimiento, y a no rendirse ni entregarse a su enemiga. Cuando ya estaba en el banquillo un extraño vehículo, más fantástico que todo lo que él había imaginado en su vida, llegó a las puertas de su caserón. De él bajaron personas que jamás en su vida había visto, pero que reconoció al instante: eran todos aquellos que habían consumido tiempo en su mente, aquellos que soñaba como su familia. Con sumo cuidado y cariño lo ayudaron a bajar del banquillo y lo subieron al vehículo a comenzar la vida que siempre había soñado. Finalmente le había ganado la guerra a la vida. Al disiparse la nube de polvo levantada por el vehículo, quedó de recuerdo su cuerpo colgando de la firme cuerda al árbol.