El relojero terminaba de ajustar las pequeñas ruedecillas dentadas del viejo reloj que estaba reparando. Quedaban muy pocos como él en la capital, pero estaba decidido a mantener la tradición heredada por su familia desde hacía ya cinco generaciones. La competencia era definitivamente desigual: competir contra los nuevos relojes que casi parecían computadoras de muñeca, e intentar no perder clientes frente a los baratísimos servicios técnicos de las multinacionales hacía casi insostenible su situación laboral y económica. Pero aún quedaban algunos clientes que querían cuidar reliquias familiares, y algunos inventores que necesitaban modificar relojes para algunas creaciones que requerían temporizadores de bajo costo.
Este era uno de esos casos algo extraños, donde un joven inventor necesitaba adaptar un reloj en desuso (por no decir chatarra) como temporizador. Tal vez en otras circunstancias se hubiera negado a una adaptación tan ridícula, pero el hambre y las deudas lo hacían aceptar de todo. Había usado toda la tarde para modificar esa basura y hacerla funcionar, pero como todos y cada uno de los relojes que habían pasado por sus manos, quedó perfecto.
Esa noche el joven fue a buscar el reloj. Luego de pagar el saldo de la modificación, el relojero le entregó el artilugio y le enseñó a usarlo con lujo de detalles; había quedado tal y como él lo necesitaba, así que no importaba lo alto del precio. Luego de envolver el paquete con el temporizador para la bomba, sacó su pistola y mató de un tiro en la frente al único posible testigo de la masacre que por tanto tiempo había planificado.