En la vastedad de su mente ya casi imperfectible, el viejo sabio levitaba. Dentro de sí mismo había logrado penetrar un día, y ahora era capaz de viajar entre sus ideas y conocimientos como quien vuela en un planeador por encima de sendos bosques frondosos que, aunque ya conozca y sepa exactamente dónde están, no dejan de maravillar al ojo acostumbrado a no maravillarse. Así, su cuerpo espiritual en estado de máxima dejación y en posición de loto volaba dentro de su mente, viendo todo aquello que alguna vez había hecho, pensado o imaginado, y maravillándose con la complejidad de todo lo que veía. Aquellas cosas que en su momento parecieron tan vanas y simples, vistas ahí parecían un universo en construcción, evolución y destrucción a cada instante.
Su casi interminable experiencia en los hechos de la vida y de la mente no valían nada frente a su imagen de niño corriendo tras una pelota de plástico rota; su capacidad de levitar físicamente a voluntad era opacada por sus primeros intentos de no caer de su primera bicicleta; su sabiduría acerca de las distintas dimensiones de la divinidad desaparecía frente al esfuerzo gigantesco por aprender el alfabeto. Y conforme seguía en vuelo por su propia mente, era capaz de redescubrir la compleja simpleza de la existencia humana, y hacerse de tal modo mil veces más sabio de lo que ya era.
El viejo sabio sabía que todas las cosas tienen límites, y que toda realidad, por irreal que parezca, tiene leyes. Él sabía que no debía pasar de aquella extraña nube negra que había alrededor de todo. Su maestro le había advertido que si pasaba de aquella barrera, podría perder todo lo avanzado en todas sus reencarnaciones; pero tal como crecía su sabiduría, sus ansias por saber más se hacían difíciles de controlar. No era vanidad ni orgullo lo que lo movía, pues ello ya había sido desterrado hace mucho de su alma; era la necesidad de descorrer ese velo lo que lo movía. Ya había estado varios meses meditando al respecto, y por fin se había decidido: el riesgo era enorme, pero los beneficios insospechados eran más.
Lenta y cautelosamente se acercó a la nube negra, sin sentir nada. Al atravesarla pasó a una dimensión mental casi idéntica a la que ya había recorrido tantas veces. Al azar escogió un lugar y se acercó: en él se vio de niño, en el suelo llorando luego de caer al tropezar al ir corriendo tras la pelota, y sintió las caricias de su madre mitigando su dolor. Luego avanzó y se vio acongojado cuando se salió la cadena de su bicicleta, y sintió el bienestar de ver a su padre colocando la cadena en su lugar. Dos segundos más allá se vio luchando contra una letra que no lograba identificar en el silabario, y sintió la delicadeza de su profesora para repetirle el nombre hasta que lo lograra memorizar.
En la vastedad de su mente ahora perfecta, el viejo sabio no necesitaba levitar, ni meditar, ni pensar. Había aprendido el misterio de la creación, y ya nada lo separaba de la divinidad propia de cada alma humana: por fin entendió que no había nada que entender, sino sólo sentir.