Mientras la noche avanzaba, el fantasma seguía su ruta de costumbre. Luego de ciento veinte años en la casona, ya sabía lo que tenía que hacer. Salía de la que fue su habitación, recorría los pasillos, se paraba un rato en la ventana del living y luego volvía a su punto de inicio. No sabía por qué lo hacía, pero después de tanto tiempo ya no se lo cuestionaba: simplemente se levantaba todas las noches y salía a hacer lo suyo.
Esa noche el fantasma seguía su recorrido, cuando de pronto decidió mirar un poco a su alrededor. Ya casi ni miraba por donde iba, pues no valía la pena ver lo mismo de tan poco siempre. No recordaba algunas de las cosas que veía, pero definitivamente eran suyas: luego de su muerte nadie más habitó ese lugar, así que no podían ser de nadie más. De pronto se fijó en un viejo gobelino que adornaba la pared del pasillo: con estupor notó que tenía una mancha de sangre en una de sus esquinas. No recordaba que alguien hubiera manchado el gobelino… y de pronto cayó en cuenta que no recordaba su muerte. En ese momento una serie de imágenes invadieron su mente… una joven muchacha con la cabeza rota… la mano ensangrentada de la muchacha apoyada en el gobelino… un madero ensangrentado en su mano… el living…
Raudamente el fantasma se dirigió al living de la casa, y en el mismo lugar donde todos los días y por más de una centuria se había parado, en el suelo, había una argolla de metal bajo un casi desecho tapete. Con temor acercó su mano y como era de esperar no logró asir la argolla física sin atravesar el piso; pero al levantar su brazo una mano salió desde el suelo tomada de éste. Al incorporarse arrastró tras de sí a la muchacha que había muerto y enterrado ciento veinte años antes para evitar que le dijera a su esposa que estaba embarazada de él, y que lo llevó a cometer suicidio por la culpa que lo atormentaba. El fantasma de la muchacha lo miró con pena pero al fin pudo ascender al cielo; mientras tanto, su alma lentamente empezó a hundirse en la oscura incertidumbre del averno…