El mono hombre avanzaba en dos o cuatro patas raudamente para poder llegar lo antes posible a su cueva. Era urgente alcanzar el refugio de roca para poder protegerse de quienes lo seguían, y estar con el resto de los monos (hembras y machos) que componían su clan, y así unidos enfrentar lo que se venía. Todo lo nada que tenían corría un serio peligro de dejar de ser si es que quienes lo seguían lo llegaran a alcanzar.
Su clan era milenario. Conformado por no más de cincuenta individuos entre machos, hembras y crías, habían evolucionado en una gran caverna ubicada a una altura suficiente como para estar fuera del alcance de los depredadores mayores, pero lo suficientemente cerca de un río y una planicie que los abastecían de agua y presas de caza. Era la caverna perfecta para que lograran descubrir el fuego y crearan algunas herramientas menores para poder cazar y sobrevivir, y su ubicación los obligaba a alternar entre la condición de cuadrúpedos y bípedos. En más de una ocasión les había tocado defenderse del intento de otros clanes menos evolucionados de apoderarse de la caverna, pero las mismas armas que usaban paa cazar les servían para defenderse de sus eventuales rivales; en su desesperada carrera rogaba por que nuevamente la fuerza de su grupo y de sus armas los ayudaran a salvar el único modo de vida que conocían.
El mono hombre intentaba acelerar su huida, pero era imposible; los otros monos hombres eran mucho más altos y fornidos que él, y tenían piernas que giraban. De pronto sintió un agudo dolor en su espalda, y cayó dormido automáticamente al barro. Con mucho cuidado el viajero intertemporal sacó el dardo con el tranquilizante e inyectó un chip cerca del oído del mono hombre. Había llegado la hora de enseñarles a sus sujetos de investigación el paso evolutivo siguiente: salir de las cavernas y aprender a vivir de la tierra.