Sentado en la ladera del acantilado el joven disfrutaba del silencio. Con tranquilidad observaba la grandeza de la creación divina, esa que fue forjada a punta de cataclismos y lluvias de rocas estelares, y que había dado como fruto lo que todos llamamos hogar. Donde quiera que su vista viajara veía inmensidad, y por fin podía gozar en soledad y silencio de todo aquello.
Toda su vida había sido tratado de antisocial, cosa que también compartía y le servía de autodefinición, pues sólo quería estar en silencio y soledad. Pero todos sus esfuerzos eran en vano: la sociedad lo rodeaba y lo asfixiaba, y los ruidos lo estaban volviendo loco. Cada vez que quería leer o escribir, alguien empezaba a hablar a su lado, o ponían música a todo volumen, o prendían televisores, computadores o lo que fuera que no le permitiera concentrarse. Cada vez que intentaba sentarse a pensar un poco, o inclusive cuando intentaba meditar mientras caminaba, era interrumpido por gente que empezaba a conversarle acerca de temas que no le interesaban, o por algún encuestador que no aceptaba un no por respuesta. Así, su vida se sumía cada día más en la angustia de estar en una sociedad que no lo toleraba, y que no permitía que él viviera su libertad sin hacerle daño a nadie.
Sentado en la ladera del acantilado el joven disfrutaba del silencio. Luego de liberar un arma biológica en todo el planeta que acabara con la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades, no había modo de que lo interrumpieran, más aún en la soledad del acantilado: por fin había obtenido su libertad. De pronto escucha pasos y voces: un grupo de cuatro excursionistas lo había divisado desde lejos y lo ubicaron para contarle la tragedia que habían escuchado en sus radios portátiles. Un tiro en la cabeza de cada uno lo devolvió a su estado ideal.