Las hojas secas caían de los árboles de la plaza, separadas de las ramas que las cobijaban por la brusca corriente de viento que apareció de improviso. El mismo viento que las separó las impulsó a varios metros de distancia, como asegurándose de no darles la posibilidad de quedar cerca de quien les dio la vida. Así se sentía el anciano que miraba las hojas volar: separado de todos aquellos lugares que lo habían cobijado y que le habían permitido sentirse con algo de vida, por el brusco viento de la realidad.
Los ancianos son una raza especial. No viven de sus logros del día a día, sino de su pasado. Viven de recordar, de contar sus recuerdos, de adornarlos, de sentirlos, de leerlos… y de volver a recordarlos. Y el anciano de la plaza no era distinto al resto de los de su raza. Mientras veía las hojas volar lejos de los árboles, sentado en el banco de la plaza, recordaba la familia que formó, los sacrificios para poder casarse, la lucha titánica por tener un hijo, educarlo, criarlo y entregarlo a la vida como un hombre de bien; recordaba con pesar la muerte de su esposa, la necesidad de ayudar a su hijo en sus momentos de crisis, la decisión de vender la casa para reducir gastos… También recordaba el infame momento en que su único hijo decidió dejarlo en un asilo para que no molestara; por lo menos ahí aprendió que ya no era una persona sino un anciano, y pudo asumir su función en la sociedad: recordar. Finalmente, recordaba el día maldito en que su hijo le avisó que ya no le pagaría más el asilo, y que tendría que ver qué hacer para sobrevivir…
Las hojas secas volaban lejos de los árboles que las cobijaban. Luego que terminaron de volar por la violenta explosión que hizo desaparecer la casa de su hijo que quedaba frente a la plaza con toda su familia dentro, el anciano comprendió que ya no le quedaba más por recordar y que, por ende, había dejado de pertenecer a su nueva condición…