En la cumbre del cerro la muchacha se sentía libre. Ahí, con el viento en su rostro sentía que nada la ataba a la vida o a la realidad en que se desenvolvía. Sin mirar a ningún lugar en particular abrió sus brazos para sentir también en ellos el viento. Era genial sentir algo parecido a lo que la gente describía como libertad en la cima de un pequeño cerro, alejada de la modernidad que bullaba algunos cientos de metros más abajo.
No hacía más de tres horas que la muchacha había estado al otro extremo de la ciudad terminando el trabajo encargado, y ahora, aparte de esperar el producto de su labor, sólo se dedicaba a mirar la ciudad desde la cima del cerro, y sentir el bienestar que daba el hacer las cosas bien. De pronto sonó una alarma en su reloj. La muchacha, sin abrir los ojos y manteniendo los brazos abiertos contó mentalmente hasta cinco; luego empezó a contar de diez a uno, a sabiendas que no terminaría de hacerlo. Al otro extremo de la ciudad la bomba nuclear programada estallaba, desatando la tormenta de viento radiactivo que llegaría en siete u ocho segundos a toda la metrópolis…