Matías miraba extasiado la luna. Siempre le había gustado ese brillo que reinaba por sobre todas las estrellas durante las noches. Lo maravillaba pensar en los ciclos en que la luna engordaba y adelgazaba, todas las noches distinta, pero todas las noches bella. Y esa noche era una de sus favoritas, pues reinaba la luna llena. Majestuosa en medio de la noche, como un gran círculo solar pero que no quemaba la vista. Sabía que corría mucho peligro al estar ahí, contemplando la luna, pero para él valía la pena el riesgo. La vida era suficientemente monótona como para arriesgarse de vez en cuando para salir de dicho estancamiento. De todos modos sólo él corría peligro, nadie de hecho imaginaba siquiera que él podría estar cometiendo tamaña estupidez; en general era de decisiones pensadas y que ayudaban a todos, pero la luna… era su único placer culpable. Ya nada quedaba en su vida que lo pudiera tranquilizar más que esa imagen usada por cientos de poetas en miles de poemas. Era increíble para su mente racional que una simple piedra flotando en el espacio próximo pudiera permitirle abstraerse de su vida y la del resto…
Matías miraba extasiado la luna, y su mente volaba hacia ella. Aquel rincón de su mente que otros llamaban alma, e inclusive corazón, y que para él no era más que un conjunto de percepciones vagas pero exquisitamente tranquilizadoras (tal vez por lo poco racional) se dejaba llevar por esa piedra flotando allá afuera. Sí, definitivamente valía la pena el riesgo, no sólo por el hecho de verla sino por todos los recuerdos que evocaba, por la mágica sensación de estar viviendo aquellos pasajes de su vida que ocurrieron bajo su luz, por la tranquilidad que sentía al mirar ese blanco disco en el cielo que parecía hipnotizarlo y alejarlo de todo aquello que lo angustiara o apenara.
Matías miraba extasiado la luna… pero sabía que no podía hacerlo eternamente, que ya había estado demasiado tiempo en ese lugar, y que cada minuto que pasara se haría más y más riesgoso seguir ahí. Mientras se preparaba para volver, miró por última vez a su amada luna: era una imagen maravillosa, colgada de la nada, sujetada por nadie, no más que una piedra enorme, pero maravillosa al fin y al cabo por la simpleza de su naturaleza. Sabía que debería guardar esa imagen en su memoria por mucho tiempo, pues no sabía cuándo volvería a gozar de ese espectáculo. Llegada la hora de partir, miró por última vez a su amada luna, cerró los filtros externos de la exclusa y comenzó el largo descenso a su hogar.