En un rincón del patio del colegio la pequeña niña miraba al resto de los niños jugar. Anhelaba que la vida le diera la oportunidad de jugar y correr como el resto de los pequeños; o a lo menos la posibilidad de ir al colegio como alumna. Ella era la hija menor de la cuidadora del colegio, vivía con su madre en una pequeña casita detrás del patio principal, pero no podía asistir a ese establecimiento por lo excesivamente caro de los pagos. La precaria situación económica de la mujer le impedía enviar a su hija a cualquier colegio, pues ello implicaría desatender sus funciones y perder su trabajo, que a la vez era su hogar. Así, su pequeña hija tenía sólo un destino posible: cuidar del mismo colegio una vez que ella no pudiera hacerlo.
Ese día había sido especialmente agotador, los alumnos habían vuelto a clases de sus vacaciones y los recreos de la mañana parecieron interminables. La cuidadora ya veía una tarde igual o tal vez peor. Al sonar el timbre del primer recreo de la tarde no pasó nada, nadie salió de las salas, ni profesores ni alumnos; un silencio ensordecedor inundaba todo. La cuidadora no entendía nada, y decidió ir a mirar a las salas; al observar por la primera ventana descubrió un panorama espantoso: tanto los niños como el profesor yacían en el piso. Al entrar aterrorizada descubrió un penetrante olor a gas. Luego recorrió raudamente todas las salas, encontrando el mismo panorama: el suelo lleno de cadáveres y el olor a gas. Al ubicar la sala de mantenimiento encontró, a los pies de la llave de paso, dos guías telefónicas una sobre otra delante de una silla, como haciendo una suerte de escalera artesanal para que alguien pequeño pudiera alcanzar la llave. Lentamente se acercó al patio, y descubrió con dolor lo que creía encontraría: su pequeña hija corriendo y jugando libre con todo el recreo para ella sola.