El obispo celebraba solitario la misa en la basílica. Hacía años que los feligreses ya no iban a alguna ceremonia religiosa en vivo. Era tanta la modernidad y tan poco el tiempo para vivir que hasta la iglesia se había digitalizado, y todos aquellos que aún se decían religiosos participaban de ceremonias religiosas online. Aquel último reducto del contacto de los dogmas y las creencias ahora estaba supeditado a un link, un computador, una webcam, un par de parlantes y un micrófono. Los modernos sacerdotes veían en una pantalla enorme las pantallas de las cámaras de sus feligreses con pena; sin embargo, sabían que no había otro modo de seguir profesando lo que creían era la verdad. Pero algunos sacerdotes se negaron a aceptar el exceso de modernidad y siguieron celebrando en vivo para aquellos que aún querían asistir y compartir algo de tiempo entre personas. Luego de varios años, sólo quedaba el obispo y ningún feligrés en persona.
Mientras el obispo continuaba con las lecturas, intentaba imaginar el futuro de la religión. No lograba entender cómo se había llegado a aquel punto; sabía que no había retorno, que él era el último bastión de la religiosidad ortodoxa, y también sabía que su muerte estaba cercana, y que cuando ello ocurriera… nada sucedería, pues a las personas ya no les importaban las otras personas.
Luego de terminar de celebrar la misa guardó los implementos y se retiró a sus aposentos. Mientras se desvestía sintió una fuerte opresión al pecho, señal inequívoca del fin de una era y el principio de su camino al seno de Dios. De pronto el dolor desapareció, su alma se despegó de su cuerpo y apareció de improviso en el cielo. Ahí, frente al Gran Servidor, debió escuchar en silencio todos los pecados que había cometido, en código binario…