La vieja escritora estaba sentada impávida frente al monitor de su computador. La hoja en blanco del procesador de texto gastaba su cansada vista luego de horas de estar en el mismo estado, tal y como estaba su mente: sin expresión. Al parecer estaba llegando el temido momento en que cada autor se enfrenta a la realidad dolorosa de la creación humana: el agotamiento final.
Ella ya había pasado por períodos normales de sequía creativa (algo completamente esperable en cualquier escritor), en los cuales escribía verdaderas basuras que a poco andar terminaban borradas de su disco duro y de su mente. Pero ahora la historia era diferente, nada salía de su cabeza capaz de plasmarse en una hoja de algún futuro libro. Si bien era cierto la vida la había premiado y con lo que había ganado en su vida ya no era una necesidad económica el escribir, sí lo era para su alma.
La vieja escritora seguía impávida frente a la pantalla de su computador. El sufrimiento era enorme al tener su cabeza llena de ideas para crear y no poder sacarlas de sí para entregarlas al mundo: el infarto cerebral la había dejado paralizada esa mañana, y no sólo le impedía escribir sino que hacer cualquier movimiento. Lamentablemente sólo paralizó su cuerpo, dejando intactas su mente y su respiración…