En la fría oscuridad del invierno el viejo caballo sigue su instinto. Veterano de cientos de batallas junto con su amo, sabe que ha llegado la hora de tomar la iniciativa. En su juventud fue un brioso percherón negro, bastante rápido para su gran tamaño y peso, lo cual lo hizo destacar dentro de los caballares destinados a la guerra. El guerrero que se hizo cargo de él era uno de los más rudos e inclementes jinetes de caballería. Su espada rara vez duraba más de una batalla, terminando quebrada en el lomo del caballo de algún rival, o atravesada entre las costillas de alguno de sus enemigos. El guerrero no sabía de miedo ni piedad, y en cuanto vio a la bestia negra decidió quedárselo y entrenarlo a su antojo. Así, el joven percherón debió aprender a cabalgar entre el fuego, lanzas, y brutales apaleaduras, hasta lograr el mismo temple siniestro de su jinete. Tal era el grado de fusión entre ambos, que muchas veces con solo sentir a su amo encima sabía que debía pisotear cuerpos en el suelo o cocear a los caballos de los rivales para facilitar o complementar el accionar del guerrero.
Con los años las fuerzas de ambos habían mermado, pero no así el ímpetu, que sumado a la experiencia en batalla los convertía en una dupla de temer. Pero aquella batalla era especial, el enemigo los superaba en número con creces, así que había que redoblar esfuerzos para vencerlos. A la segunda carga el fiero guerrero recibió un golpe de espada en la armadura que le fracturó la mitad de las costillas impidiéndole respirar sin dolor; a la cuarta, un lanzazo le destrozó el hombro y le dejó inutilizado el brazo diestro. Luego de escapar hacia un monte desierto, el jamelgo descansa de las cuatro feroces cargas contra las líneas enemigas, y repone fuerzas tomando algo de agua que encuentra aposada después de la lluvia. El jinete ya no tiene fuerzas ni claridad mental para guiarlo; sólo atina a acariciarlo por sacarlo de la batalla.
En la fría oscuridad del invierno el viejo caballo sigue su instinto. A sabiendas que su amo jamás se rendiría, decide lanzarse contra el grueso de las líneas enemigas para morir matando tal y como fue entrenado. Mientras se lanzaba cerro abajo, el jinete se maldecía por no haber entrenado a su caballo para perder una batalla; sólo le quedaba blandir su espada por última vez…