El verdugo estaba terminando de afilar su pesada hacha, presto para decapitar a la víctima que el rey hubiera determinado para dicha mañana. Mientras pasaba por el filo de la hoja la piedra de afilar, pensaba en todas las cabezas que había cortado esos diez años. Ya era el segundo rey al que servía; cuando el monarca anterior había muerto, creía que su hijo lo cambiaría por algún otro hombre, pero grande y agradable fue la sorpresa al saber que podría seguir en el trabajo que tanto le acomodaba.
A veces el verdugo pensaba acerca de su trabajo. Hombres y mujeres de diversas edades que de un u otro modo habían ofendido o dañado al rey o al reino debían pagar con sus vidas, y el castigo reservado a aquellos de alcurnia era la decapitación, y él era el encargado de llevar a cabo dicha labor de un modo rápido, preciso, y lo menos doloroso posible; mal que mal todos quienes pasaban bajo su hoja eran más que él, desde todo punto de vista. Más adinerados, más poderosos, más inteligentes, todos eran más que el que les quitaba la vida.
Dentro de sus preocupaciones estaban aquellos que debían morir por su inteligencia. El rey a veces mandaba ejecutar a artistas o inventores, y eso le provocaba cierto dolor. El saber que esas cabezas que cortaba estaban llenas de ideas que nadie más aprovecharía era motivo de pena y dolor dentro de su limitada conciencia. Justo esa mañana le avisaron que el condenado era un inventor que había errado en una de las máquinas de guerra creadas para el rey, lo que lo había llevado a esa instancia; ya sabía por tanto que sería una ejecución difícil.
El verdugo estaba listo, el hacha afilada y la cabeza del condenado en su lugar. En ese momento y tal como en cada ejecución difícil, el verdugo recordó las palabras que su antecesor le había enseñado antes de ser relevado de su trabajo: tú no cortas cabezas, sólo cortas el cuello…